28 de septiembre de 2025
Por Moira Goldenhörn
Especial para El Tiempo
El reciente asesinato de Lara, Morena y Brenda -tres chicas jóvenes asesinadas en contextos atravesados por el narcotráfico- conmueve y duele profundamente. No son historias aisladas: son la punta visible de una trama social que se repite en distintas ciudades del país, incluida la nuestra, Azul. Allí donde el Estado y la sociedad no logran garantizar educación, trabajo digno y proyectos de vida, aparecen el narco y la prostitución como falsas "salidas laborales" para las y los jóvenes de sectores vulnerables.
En barrios periféricos, muchas chicas crecen viendo que sus únicas opciones de ingreso pasan por "trabajar" para redes de narcotráfico, aceptar vínculos atravesados por la violencia, o recurrir a la prostitución como forma de supervivencia. No hablamos de decisiones libres, sino de un entramado de exclusión que condiciona desde la infancia. Estas economías ilegales prometen dinero rápido y pertenencia, pero siempre llevan a la explotación, la criminalización y, además, demasiadas veces, también a la muerte.
En Azul también vemos estos síntomas: jóvenes cooptados por el narcomenudeo, la falta de oportunidades laborales genuinas, y la naturalización de la prostitución como destino inevitable para quienes "no tienen otra salida". Muchas veces la respuesta social es la estigmatización, cuando en realidad deberíamos mirar las raíces: pobreza estructural, abandono escolar, hogares atravesados por la violencia, y un sistema que sigue sin priorizar la inclusión de la juventud.
A ello se suma un fenómeno que merece especial atención: la decadencia moral que genera la naturalización temprana del consumo y de las violencias cotidianas. Adolescentes con celulares cargados de pornografía, el acceso cada vez más precoz a la prostitución como experiencia de iniciación sexual, y el consumo habitual de drogas y alcohol desde edades muy tempranas van configurando subjetividades atravesadas por la banalización del cuerpo propio y ajeno. Cuando la violencia se vuelve entretenimiento, y el consumo de sustancias una costumbre "normalizada", la sociedad se anestesia frente al daño y deja de preguntarse por el futuro de sus hijas e hijos.
La pregunta que nos deja el caso de Lara, Morena y Brenda es incómoda pero necesaria: ¿qué hacemos como comunidad para ofrecer otras alternativas? No alcanza con la persecución penal al narcotráfico si no hay, al mismo tiempo, políticas sostenidas de inclusión educativa, acompañamiento psicológico, formación en oficios, acceso al arte, al deporte y a espacios de pertenencia sanos. Las juventudes necesitan proyectos de vida que les devuelvan esperanza, no atajos que las lleven a nuevas formas de violencia.
Como abogada, y sobre todo como ciudadana de Azul, sé que esta es una responsabilidad compartida. Nos corresponde exigir al Estado políticas públicas claras y recursos para la prevención, pero también nos corresponde a la sociedad tender redes solidarias, abrir espacios comunitarios, acompañar a quienes están en riesgo antes de que sea demasiado tarde. Porque cada vez que una joven como Lara, Morena o Brenda es asesinada, el espejo nos devuelve una verdad incómoda: no supimos construir alternativas para ellas.
La justicia que necesitamos no se limita a condenar a los culpables, sino a cortar las cadenas de exclusión y de decadencia moral que hacen posible que el narco, la prostitución y el consumo destructivo sigan presentándose como las únicas opciones de futuro. Y en Azul, como en tantas otras ciudades de nuestro país, todavía tenemos mucho por hacer.
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