Opinión

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Coronavirus: llegó la hora de usar barbijos

Cuando no hay medidas de aislamiento ni precauciones de ningún tipo, la propagación del coronavirus se produce en forma exponencial. Se calcula que cada infectado podría contagiar unas dos personas al día. De modo que un país que alcanza los 100 infectados y no hace nada, en 15 días pasaría a tener 1.000.000 de enfermos.

7 de abril de 2020

Por Carlos P. Pagliere (h.)

Estos números -que están simplificados- explican el colapso sanitario que sufrieron China, Italia y España. Y si el virus no se propagó con tanta rapidez en el resto del mundo, fue porque las medidas de aislamiento social más tempranas hicieron que la velocidad de contagios no fuese tan vertiginosa.

Argentina tiene en la actualidad unos 1500 infectados confirmados. Y haciendo un cálculo muy conservador, tendríamos el mismo número de infectados en la calle que no saben que lo están. Se trata de un guarismo optimista, porque está demostrado que, a la par de los contagiados que presentan síntomas, existe un número mayor que son asintomáticos, pre sintomáticos o de cuadros leves.

Arrancando de este número, si a partir del 13 de abril los argentinos volvieran a la vida normal, para el mes de mayo tendríamos no menos del 10% de la población infectada. De modo que hay consenso científico y político en que no se pueden relajar del todo las medidas de prevención sin con ello perder la ventaja estratégica obtenida estas últimas semanas.

La pregunta del millón es: ¿cómo poner en marcha el país sin que se dispare la cantidad de contagios? Esta interrogante no sólo nos la hacemos en Argentina, sino que se la hace todo el mundo. Y la respuesta es unánime: eliminando o neutralizando a los vectores.

Los vectores -según la definición de los diccionarios- son los seres vivos que pueden transmitir o propagar una enfermedad. En el caso del coronavirus, lo somos todos los seres humanos (y también algunos animales). Pero cuando hablo de "vectores" uso el vocablo con una acepción más acotada, es decir, hago alusión a las personas especialmente propensas a propagar el virus.

Y aquí conviene volver a los números. Al decir que cada infectado es capaz de contagiar a otras dos cada día, se trata de un guarismo promedio. Porque hay personas cuyo círculo social es pequeño y hacen pocos contagios, y otras -los vectores- que tienen contacto fluido con sus congéneres, produciendo muchos contagios.

¿Y qué hace que una persona opere como vector? Tres principales variables: su vinculación afectiva, su vida social y su actividad laboral. Dependiendo de cómo los gobiernos -y la población- combaten en estos tres frentes de batalla, se gana o se pierde la guerra contra el coronavirus.

Los gobernantes deberían, en primer lugar, restringir la vinculación afectiva de las personas. Es decir, no queda otra alternativa que mantener la prohibición de reuniones, celebraciones o festejos numerosos. Porque un infectado se transforma en vector cuando asiste a un cumpleaños de 15 (como ocurrió en el Municipio de Moreno) o a la celebración de un casamiento (como ocurrió en Uruguay), donde puede contagiar a decenas de personas en pocas horas.

También es menester aplanar la vida social de la población, lo cual abarca toda actividad grupal: sea artística, cultural, educativa, comercial, religiosa o deportiva.

Sería muy negativo que comenzaran las clases presenciales (sean primarias, secundarias o universitarias). Igualmente indeseable sería el reinicio de celebraciones religiosas, congresos, convenciones, presentaciones, charlas y talleres.

Lo mismo se puede decir de las actividades deportivas, culturales o de expresión corporal que son compartidas, como gimnasios, deportes grupales, coros, clases de baile, de teatro, de yoga, entre otros.

Y no queda más opción que mantener la suspensión del esparcimiento de masas (estadios, cines, teatros, recitales, boliches, bingos, casinos, hipódromos, ferias, paseos, peloteros, juegos electrónicos) y el estricto distanciamiento personal en los establecimientos gastronómicos (restaurantes, bares, cafés, heladerías).

El último frente de batalla es el de la actividad laboral de los ciudadanos. Y ciertamente es el más sensible de todos, porque el trabajo obliga a las personas a vincularse y compartir espacios con otros. Pero, a la vez, para no sufrir una crisis socio-económica catastrófica es preciso que la actividad laboral vuelva prontamente a la mayor normalidad.

Como el trabajo suele ser grupal, no queda otra alternativa que resignarse a ese peligro de contagio, más allá de que se incentive el distanciamiento laboral y el trabajo domiciliario. Pero el riesgo que no conviene asumir es el que introducen los trabajadores que se dedican a la atención al público y a la dirección o cuidado de grupos, porque ellos son los vectores por excelencia.

Y esto nos obliga a debatir la cuestión de los barbijos o mascarillas.

Resulta absurda la discusión sobre si el barbijo sirve o no sirve. La comunidad científica es unánime en afirmar que todos los enfermos deben utilizar barbijos para prevenir el contagio a personas sanas. Ergo, sirven. Y dado que la propagación del coronavirus es vertiginosa y que se ha confirmado la circulación comunitaria de la enfermedad, lo más inteligente -ante la incertidumbre- es presumir que todos podemos estar infectados. Por lo que no hacer uso de mascarillas en este momento, es desaprovechar una herramienta poderosísima -mejor dicho, indispensable- para la prevención del contagio.

Además, dos nuevos y preocupantes datos han venido a reafirmar la utilidad de los barbijos. El primero: que varios estudios científicos están poniendo en jaque la creencia generalizada de que basta con un metro o dos de distanciamiento para prevenir el contagio. El segundo: que otros estudios científicos alertan sobre que, en espacios cerrados, el virus podría quedar flotando en el aire durante horas.

Ante estas nuevas revelaciones, creo que es preferible que la humedad del aliento de las personas (que es transmisor el virus) quede en el barbijo y no flotando en el aire. Si le sumamos a esto que las poblaciones que utilizaron barbijos en forma masiva tuvieron mejores resultados combatiendo la enfermedad, la pregunta que se impone es: ¿por qué no utilizarlos?

No se me escapa que el uso de barbijos se venía desaconsejando a la población para evitar el desabastecimiento de este implemento esencial para aislar a los enfermos. Pero la triste realidad es que, frente a esta pandemia, la carestía de barbijos ocurre siempre que se desaconseja su uso. Porque la población que no usa barbijos se contagia velozmente y la enfermedad se torna incontrolable, momento en que el pánico dispara su uso simultáneo y universal.

En cambio, si se los utiliza inteligentemente, es posible prevenir el contagio masivo y con ello evitar el desabastecimiento que produce el pánico. Por eso, en esta fase epidemiológica en que la enfermedad ya está en la calle, no se debe prescindir del uso estratégico de los barbijos. Es decir, es imperioso exigir su utilización, pero de un modo racional.

Como la función más eficaz de los barbijos es la de evitar contagiar a los demás, se impone obligar su uso a todos los que atiendan al público (en comercios, cajas de pago, supermercados, cafés y restaurantes, empresas, establecimientos, oficinas, consultorios y gabinetes, instituciones, mesa de entradas de las dependencias públicas y privadas) y a todos los que dirijan grupos (fuerzas de seguridad, entrenadores, supervisores, guías, choferes) o cuiden grupos (en geriátricos, hospitales, psiquiátricos, cárceles). Para ellos sería una protección (no muy eficiente, pero que es mejor que nada). Y lo más importante es que, de infectarse alguno, se evitaría que contagien masivamente al público que atienden o al grupo que dirigen o cuidan.

La atención al público comprende a los trabajadores que reciben al público y también a los que se trasladan hacia el público, quienes deberían ser abarcados por la obligación de utilizar mascarillas (correos, cobradores a domicilio, canillitas, mandaderos, delivery, vendedores ambulantes).

Asimismo, deberían usar barbijos quienes transitoriamente se convierten en vectores, por tener que acudir a lugares cerrados y concurridos. Por ello, es imperativo obligar el uso de mascarillas a todos los pasajeros de aviones, barcos, trenes, subtes, colectivos, ómnibus y combis desde el arribo y hasta el retiro de los embarques, andenes y paradas. Igualmente, a todos los concurrentes a supermercados, shoppings, tiendas, quioscos, despensas y comercios, desde que ingresan y hasta que egresan, y a los que transitan espacios comunes -hall, pasillos, escaleras y ascensores- de edificios de departamentos, de edificios públicos y de edificios privados con acceso público (bancos, fábricas y empresas).

Fuera de estas personas y de estos contextos, si el resto de la población deseara utilizar mascarillas, mucho mejor. Porque siempre cabe la posibilidad de contagiar accidentalmente a alguien, incluidas las personas especialmente vulnerables por quienes tomamos todas las precauciones y a quienes, en definitiva, queremos que no les llegue el virus. Pero ante la perspectiva del desabastecimiento de barbijos, con neutralizar a los vectores igualmente alcanza.

Y está dentro de las facultades del Estado -que debería ejercer- relevar la existencia de barbijos quirúrgicos y garantizar que no se vuelquen al mercado las mascarillas que el sistema de salud requiera. De modo que la población solamente utilice el excedente y las que se fabrican de modo casero.

Y en tal sentido, no importa si la mascarilla que se utiliza no del todo eficiente. Lo mejor, naturalmente, es utilizar una de calidad que garantice mejor no contagiar a nadie. Pero la meta es minimizar los riesgos. Si un enfermo, en vez de contagiar a dos personas, contagia a una sola, no deja de ser un avance, porque lentificando la epidemia se vuelve controlable y se salvan más vidas.

Esperemos que los gobiernos, tanto a nivel nacional como provincial y municipal, no desaprovechen el enorme potencial del uso de barbijos para prevenir los contagios y establezcan prontamente directivas para orientar a la población sobre quiénes y en qué contextos los deberían llevar, y así garantizar su mejor y más racional uso.

Si logramos eliminar un gran número de vectores (impidiendo la conglomeración de personas) o al menos neutralizarlos mediante el uso de barbijos (sin prescindir ni relajar las demás medidas preventivas como lavarse las manos frecuentemente, cubrirse con el pliegue del codo al toser o estornudar, mantener distancia social, etc.), transitaremos razonablemente la epidemia. Caso contrario, el altísimo costo económico que nos insumió el aislamiento social obligatorio habrá sido en vano, sólo útil para posponer la debacle algunos días.


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