19 de noviembre de 2020
De la mano de Rodolfo Lamberti, al ingresar a su empresa como peón de albañil aprendió los secretos del oficio. Hoy, con 76 años de edad, todavía se emociona y se golpea orgulloso el pecho cuando habla de lo que significa para él esa actividad, que desarrolló a lo largo de varias décadas. Entre un sinfín de construcciones, su impronta quedó especialmente marcada en las fachadas del Colegio de Escribanos y en la del club Alumni Azuleño.
Nota y entrevista: Fabián Sotes
Vicente Roque Cuevas -"con 's' a lo último", aclara él durante la charla donde se convierte en el protagonista de esta entrevista- nació en Azul bajo el signo de Leo un 16 de agosto de 1944.
Una casa donde por ese entonces vivía con sus hermanos, ubicada en "la Uriburu (hoy De Paula) y Tiro Federal" fue el lugar desde donde su papá Alfredo le marcó, al igual que él después lo hizo con su hijo mayor y uno de sus nietos, los primeros pasos en el oficio que adoptó para hacerle frente a la vida: la albañilería.
Dentro de la construcción, Vicente se especializó en la confección de las fachadas de esas obras donde comenzó a trabajar como peón de albañil cuando tenía unos veinte años.
Siguiendo los pasos del ya fallecido Rodolfo Emilio Lamberti, su maestro y el primer y único patrón que tuvo, se convirtió en un "frentista".
"Lamberti era un flor de tipo. Y si vos tenías ganas de aprender él te enseñaba todo. Ahora llevás a un pibe de peón y si lo ponés a revocar se enoja, te dice que a él no le corresponde hacer eso. Pero antes nosotros hacíamos de todo. Siendo peón de albañil, atendía a cuatro oficiales y hacía el pastón con azada porque no había máquina. También alcanzaba los baldes, mojaba y levantaba los ladrillos. En esa época eran ocho horas las que trabajaba. Pero tanto podían ser diez como doce cuando íbamos a hacer los frentes, que te requerían más tiempo", recuerda ahora.
En el sentido que Cuevas explica lo que es un frentista, la Real Academia Española no incluye en su diccionario a esa palabra, estrechamente ligada al rubro de la construcción. Ni por ende, definición alguna.
"Un frentista era el que se dedicaba a hacer las fachadas de las casas. Ese era el frentista. A las fachadas las diseñan el arquitecto, el ingeniero o el maestro mayor de obras. Pero después sos vos el que tenés que ponerles las manos, hacer los moldes y todo. El único que queda haciendo esos trabajos es Gerardo Lamberti, que sigue con lo que hacía su papá Rodolfo, quien durante muchos años fue mi patrón. El oficio se perdió porque cambiaron todos los materiales que se usan para hacer esas fachadas. Ahora se hace todo con plastificados. En la época que yo trabajaba era un oficio muy rico y tenías que ser muy ducho para hacerlo. Vos agarrabas una tijera, una lata y empezabas a cortar y hacías los dibujos de los frentes. Hoy esos moldes se hacen con caucho sintético y Fana. Y prácticamente el oficio así cómo lo cuento se acabó", afirma desde su casa ubicada sobre la calle Comandante Franco, en el corazón del Barrio El Sol.
Vicente es uno de los pioneros vecinos de ese barrio de la ciudad. Allá se instaló varias décadas atrás, cuando comenzó a construir ese inmueble y se casó, hace ya 54 años, con Irma Leticia Vilela.
Con ella tuvo dos hijos: Sandro -"el Noni", que es el más grande y también trabaja en la construcción al igual que sucede con unos de sus hijos, llamado Gerardo- y Ariel, que se dedica a la herrería.
En ese entonces, desde la casa de los Cuevas todavía podían verse la fachada de la Unidad 7 o la del Tiro Federal de Azul.
"Cazábamos liebres y todo esto era una chacra que llegaba hasta el Tiro Federal. Te estoy hablando de los años cincuenta, que acá en el barrio no había nadie y era todo campo", recuerda ahora a sus 76 años de edad sobre su llegada a ese vecindario.
Del campo a las fachadas
La firma "Lamberti y Palermo" se convirtió en el primer lugar donde Vicente Cuevas consiguió trabajo como albañil.
Cuando ingresó a esa empresa constructora, allá por los años sesenta, "estaban haciendo el edificio que está en Mitre y Burgos, donde antes paraba el colectivo de la empresa 'El Cóndor'. Ahí había una confitería a la que le pusieron ese mismo nombre".
"En ese momento -recuerda- el sueldo que ganaba me alcanzaba para vivir dignamente. Ya estaba de novio y me empecé a hacer acá, donde sigo viviendo, una pieza y a comprarme los muebles. Trabajaba de lunes a viernes y los sábados al mediodía. En ese entonces éramos como cinco o seis empleados".
Vicente venía del campo, de desarrollar otra actividad que desde siempre, al igual que después sucedería con la construcción, también lo atrajo.
"Antes de eso trabajaba en el campo, era un 'paisanito'. Pero qué pasa, te hacés de novio y cambiás", reconoce risueño sobre lo que fue para él ese paso de la zona rural a la urbana.
En aquella época trabajaba en "El Fortín de Irene", que estaba "como a seis leguas de acá, saliendo por el lado de San Lorenzo. El campo era la locura mía. Cuando tenía doce años ya andaba arriba de un arado. Manejaba uno de tres rejas con ocho caballos. Me acuerdo que cuando había mucha seca le teníamos que secar una reja al arado. Los caballos no lo podían tirar porque se ponía muy dura la tierra".
Estaba en tercer año cuando dejó la escuela primaria. Según reconoce, le costaba bastante pasar de grado. "Pero no era un vago, porque en ese tiempo tus viejos no te permitían serlo y 'te sobaban el lomo' a lo loco si lo eras", aclara.
"Entonces, como no pasaba de grado y a los doce años me enojé con mi viejo, me fui a trabajar al campo", refiere sobre aquella primera experiencia laboral cuando todavía era un niño.
Vicente había tenido en ese tiempo un primer acercamiento al rubro de la construcción. "Algo del oficio ya sabía porque cuando tenía ocho o nueve años mi viejo, Alfredo Cuevas, me llevaba a mí y a todos mis hermanos varones a trabajar de peón de albañil. Nosotros aprendimos así. En la Juan B. Justo, pasando la ruta 3, hay un galpón que lo hicimos con mi papá. Mi hermano Miguel, que en ese entonces tenía siete u ocho años; y yo, que iba a cumplir diez".
Después, cuando ingresó a la empresa de Rodolfo Lamberti, "sin querer él iba siendo mi maestro y así aprendí el oficio de frentista".
"El secreto era aprender a revocar, pegar ladrillos, hacer los moldes, las correderas... Algo que ya no se hace ahora, porque hoy nadie construye así", rememora con un dejo de nostalgia por lo vivido.
"Si tenés voluntad, vas aprendiendo. A mí me gustó, yo lo hacía con amor", señala también sobre lo que fue su paso por esa empresa, donde después de uno seis años decidió continuar en la construcción pero ya trabajando por cuenta propia. "Y si por ahí había alguna cosa que no la sabía bien iba y le preguntaba a ellos".
Con impronta propia
El frente de la sede local del Colegio de Escribanos, el edificio situado sobre una de las esquinas de Avenida 25 de Mayo y Belgrano, lleva la impronta de Vicente Cuevas.
"Ahí estuvimos trabajando más o menos tres meses" para hacer visible esa fachada, que fuera diseñada por un ingeniero. "Y también hice la del club Alumni cuando Enrique Girbent era el presidente. Yo construí el frente que está sobre la San Martín, porque al de la Rivadavia lo hizo otro".
En su mayoría, además de esos lugares, el sello de Vicente Cuevas como frentista puede verse en un sinfín de obras privadas. Son tantas, reconoce él, que para saber cuántos frentes hizo durante esas más de cuatro décadas en las que trabajó tendría que salir a recorrer la ciudad.
"En Azul, por año, hacía no menos de quince frentes. Y estuve más de cuarenta años haciéndolos, así que sacá la cuenta... A veces paso por algunos lugares que ni yo me acuerdo que los hice", admite durante la charla que ahora le da forma a estas páginas.
A modo de evocación de sus colegas, no se olvida que en los tiempos en que fue frentista también se dedicaban a esa actividad en Azul "los hermanos Paganini y Galizio, 'Caito' Cardelino y Pellegrini". Y se acuerda muy especialmente de Gerardo Lamberti, el hijo de su mentor y patrón, que "cuando era chico yo lo tenía en brazos y ahora sigue dedicándose a este oficio".
Cuando cumplió 65 años Vicente Cuevas se jubiló. Pero eso no le impidió seguir trabajando como frentista, el oficio que dos años atrás tuvo que dejar por un problema físico en sus piernas. Desde ese entonces "ya no puedo hacer nada", confiesa.
"Si estuviese bien seguiría trabajando", dice sobre una actividad de la cual le costó alejarse, ya que "todavía a este oficio lo extraño porque lo llevo en el alma".
"A mi trabajo lo hacía con amor. Y si tenía que dejar de comer para seguir trabajando con tal de terminar una obra, lo hacía. Había días en que volvía a mi casa a las diez de la noche, después de que había empezado a trabajar a las seis o siete de la mañana y desde esa hora estaba subido arriba de un andamio", recuerda ahora emocionado.
A la hora de definir qué es ser frentista, orgulloso y con los ojos llenos de lágrimas se golpea el pecho y afirma: "Era un trabajo para lucirte, había como una cosa artesanal en eso que hacía. Este oficio significa un montón para mí. Lo llevo en el alma".
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