2 de mayo de 2021

A PROPÓSITO DEL DÍA DEL TRABAJADOR

A PROPÓSITO DEL DÍA DEL TRABAJADOR . Las manos de Alberto

Gastadas, ásperas, llenas de cortes, heridas y raspones. Con ampollas explotadas en sus palmas de tanto exigirlas contra el mango de alguna herramienta, que gritó "basta" mucho antes que él. Uñas lastimadas, a veces invadidas de tierra. Rasposas, duras, doloridas, exhaustas. Así eran esas manos, grandes como su espíritu.

Alguna vez me dieron miedo, porque sabía que mi desfachatez adolescente, más que un reto, merecía un cachetazo. Y un cachetazo de esas manos no era moco de pavo.

¡Pobre de aquel que se encuentre con esas manos!

Pero no. Aun en toda la dureza de la que sus manos eran un reflejo, él era un tipo lleno de ternura. Un tipo al que la vida le había enseñado a hacerse el duro y esconder su faceta más dulce.

También tenía una paciencia enorme, esa que tantas veces llevamos al límite. Es que ese corazón era tan o más grande que sus manos grandes.

Recuerdo que llegaba y todo se convertía en silencio. Era la imagen de la autoridad, esa autoridad que brinda el haber laburado desde antes que saliera el sol, de quien apenas se tomaba unos minutos para almorzar con su familia.

La tarea de cada uno de nosotros era un descanso comparado con su esfuerzo. Y digo laburar no de casualidad, sino para diferenciar, si se me permite, el trabajo del laburo. Lo de él era laburo. Era el esfuerzo ilimitado, donde no había feriados, no había descansos y jamás hubo resignación ante los vaivenes siempre recurrentes de este país. Era no resignarse a los obstáculos de la vida, era poner el pecho y seguir adelante.

Era poner el cuerpo y generar con sacrificio el pan que alimentaba esa familia numerosa a la que solía sumarse quien escribe estas líneas. Y ahí estaba yo, testigo involuntario o miembro innominado de esa familia que. si bien no era la mía, me había abierto las puertas de su corazón, permitiéndome compartir celebraciones o simples almuerzos y cenas cotidianas.

En aquellos tiempos me llamaban la atención sus manos, me resultaban una síntesis perfecta de todo lo que era y representaba Alberto.

Cada pared de la casa era su reflejo. Es que sus manos también fueron causa y efecto de esas estructuras. Y así como tenía una corteza dura, nos empujaba a Juan, su hijo, y a mí al estudio.

Él no aceptaba vernos desperdiciar el tiempo y las oportunidades, más allá de bancar nuestros sueños de formar una banda musical.

En su sabiduría sabía que eso era algo pasajero que debía aceptar para no alejarnos.

Aunque yo siempre fui un inútil para la tarea manual, él nos dio un trabajo que permitió solventar nuestros sueños adolescentes de estrellas de rock.

Más allá de su imagen de severidad, era el primero al que recurríamos cuando nos veíamos abrumados por la realidad. Y él no te dejaba solo. Ya sea dando un consejo, prestando su oído o, incluso, pagando con su dinero nuestros errores.

Hoy miro a la distancia y pienso si estará orgulloso de nosotros. Su hijo logró un título universitario vinculado a su misma actividad, la construcción. Y yo encaré para el lado del Derecho y el mundo de las letras.

Ahora, cada vez que hablo de mi trabajo, la verdad que lo hago con cierta vergüenza porque no puedo evitar recordar a Alberto. Y en esa comparación, decir que lo mío es trabajo es casi una falta de respeto.

De todos modos, tengo claro que son otras actividades y que lo importante es el compromiso y la honestidad con que llevamos adelante nuestro trabajo, por más que el mismo no sea necesariamente físico.

Sus manos me llevan a reflexionar sobre aquellos valores propios de nuestra infancia, donde la dignidad pasaba por ganarse el pan con el propio esfuerzo, sin pretender que nadie nos regale nada.

Fueron esas manos, y las de tantos otros como Alberto, las que construyeron lo mejor de este país. Fueron aquellas manos las que trabajaron de sol a sol para darle a su familia un futuro mejor.

Hoy, donde existen al menos tres generaciones que se han acostumbrado a recibir la dádiva del gobernante, cuesta pensar que podamos retomar el camino de nuestros padres.

Pero el mayor fracaso es la resignación, por lo que es preciso gritar que el esfuerzo aún vale la pena; que el trabajo hace al ser humano en su mejor espíritu de constructor; y que el sacrificio de estudiar una carrera a la larga da sus frutos, más allá de lo que nos quieran vender.

Son muchos los que se construyen a sí mismos, los que logran transformarse en mejores hombres y mujeres. Pero eso sólo se logra con sacrificio y no quedándose en el lamento del "yo no puedo".

No hay resultado posible sin sacrificio.

Existen madres solteras, quienes contra viento y marea salen adelante y hasta terminan una carrera universitaria.

Hay personas que logran superar su propio entorno en el convencimiento de que existe una vida mejor.

He visto personas leyendo apuntes a la madrugada en una estación de servicios; mujeres que encaran un emprendimiento de comidas aprovechando las redes sociales; o peones de albañil que invierten lo ganado en la compra de herramientas para trabajar por su propia cuenta, sin depender de nadie.

Los ejemplos sobran y está claro que en esos casos se requerirá un esfuerzo mayor respecto de quienes parten de una situación más cómoda.

Pero se puede. Siempre se puede.

Eso es lo que representan para mí las manos de Alberto: el sacrificio, el esfuerzo y la satisfacción de hacerse el camino, aún frente a la adversidad. No hay excusas. Habrá que dormir menos, habrá que perderse momentos de disfrute; pero a la larga habrá valido la pena.

Ojalá que en el ocaso de mis días pueda contemplar mis manos con la misma tranquilidad que seguro tuvo Alberto.

El autor de este relato: José A. Cabral

El productor fotográfico: Nicolás Murcia

El modelo: Jorge Mario Domínguez


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