2 de mayo de 2021

REFLEXIONES

REFLEXIONES. Trabajo y depresión: la sutil protesta

Son pocas las personas que a esta altura de la noche se animarían a pronunciar las palabras que el escribiente repite desde 1853 cada vez que alguien lee la nouvelle Bartleby, de Herman Melville (autor de Moby Dick).

Escribe: Francisco Bariffi

Uno no podría decir si el jefe del célebre personaje disfruta de la impersonalidad de su empleado (y de la semejanza de su cuerpo con la de un instrumento estéril y descartable) o si el misterio lo inquieta a la hora de tratar de entender con quién está tratando. Lo cierto, sin embargo, es que el narrador del texto remarca que, "declinado a decir quién era, de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo", Bartleby se acercó a su estudio de abogados como nadie lo había hecho antes. Es difícil entender cuál es la posición de Bartleby en un mundo en que todo parecería tener un lugar asignado según el orden imperante de las cosas, y en que el trabajo es una de las lógicas organizativas de lo que existe.

A diferencia del protagonista, el resto de los personajes sacrifican su singularidad al trabajo con menor hesitación. Turkey es un anciano que trabajó tanto y tan duro durante toda su vida que ya no tiene otra cosa que hacer ni vínculos con otras personas. Nippers es un joven ambicioso y malhumorado que, sin terminar de entenderlo, está harto de su trabajo. Y Ginger Nut es apenas un chico de doce años limitado por su necesidad. Nada de lo anterior impide que los tres personajes entreguen la mayoría de su tiempo al bufete.

En cambio, Bartleby, de repente y después de un tiempo de plena servidumbre, se niega con obstinación a trabajar de nuevo. No solo deja de responder a sus tareas como escribiente. Cuando sus compañeros se van del estudio, él permanece quieto. Duerme y come en el mismo lugar y, como si se sustrajera del mundo reinante y de la interacción con los demás, permite que la oscuridad lo cubra hasta que el sol vuelve a salir o hasta que alguien prende una de las lámparas que, como casi todo a su alrededor, el personaje ignora.

A medida que el texto avanza, Bartleby se sustrae de la racionalidad instrumental que posibilita la burocratización y la administración de todo lo viviente a su alrededor. Wall Street cría bancos, corbatas negras y altos edificios, y sus jardines son delineados con cuidado para que ninguna flor crezca torcida o con colores demasiado alegres. Contaminado de seriedad y sacrificio, el personaje se des-adhiere de la máquina del trabajo sin importar el precio. Lo único que dice, ante la insistencia de su jefe (un tipo demasiado puritano como para entender que alguien se resista a trabajar, y demasiado puritano, nuevamente, como para tolerar la culpa que siente al querer echarlo), es una frase de pocas palabras: "preferiría no hacerlo".

A Bartleby no habría sorprendido saber que la palabra "trabajo" proviene del latín tripalliare, que significa "atormentar con el tripallium" (un dispositivo de tortura utilizado en la antigua Roma, construido a partir de tres estacas a las que se ataba un cuerpo para luego torturarlo con fuego u otros instrumentos). Lo que se conoce como "día del trabajador", sin embargo, no remite a la antigüedad romana (en que la mayoría de la población era esclava) y tampoco al periodo colonial (durante el cual se hizo uso de mano de obra esclava, tanto indígena como africana, para llevar a cabo el saqueo con el que inició la acumulación irracional que caracterizaría a la economía del mundo moderno), sino a los sistemas de esclavismo (también legales, pero ya asalariados) del siglo XIX.

En 1886, la policía exterminó un grupo de trabajadores en la ciudad de Chicago durante las protestas que se estaban realizando en todo Estados Unidos para exigir que la jornada laboral de trabajo se redujera de 16 a 8 horas. Para el sentido común que se replicaba en los diarios y en los comentarios de la gente, el reclamo equivalía a pedir dinero por no trabajar. Eso no impidió que el sistema atravesase una de las tantas actualizaciones que reconfiguraría su rostro. La jornada laboral fue reducida y la gran maquinaria de la acumulación incuestionada siguió en marcha. En nombre de "los mártires de Chicago", la tradición marca el 1ero de mayo en los calendarios de varios países de occidente. En el caso de Estados Unidos, es bajo el eufemismo de "Labour day" y se lo "celebra" en septiembre.

A casi un siglo y medio del evento, el mundo ha cambiado. Pero los axiomas fundamentales del sistema son los mismos y el trabajo sigue siendo uno de los modos principales a partir de los que la sociedad es organizada (junto con las divisiones de género, de clase y de racialización). Y, aunque sean pocas (o nulas) las personas que hoy podrían des-adherirse de la máquina como lo hace Bartleby, el malestar que produce el trabajo (y sus condiciones de precarización) hace síntoma en los cuerpos de casi todxs lxs trabajadorxs.

II

La depresión no siempre (o no solo) tiene que ver con la alteración bioquímica o el desequilibrio de los neurotransmisores de la serotonina y de la norepinefrina en que la institución psiquiátrica se fija, o con experiencias también despolitizadas como las desventuras del amor romántico. La angustia de Nippers, el cansancio y la auto-explotación de Turkey y el desperdicio de la frescura de Gingernut nacen del mismo lugar. Bartleby se niega a trabajar no antes de haber sido un trabajador de enorme eficiencia. Duerme, come y vive en soledad, sin ningún tipo de placer, afectos ni actividades espirituales o artísticas (y sin siquiera entregar su tiempo al ocio administrado), dedicándose únicamente a su trabajo hasta arrojarlo por la ventana. Tiempo después de haber comenzado su silenciosa huelga, su jefe decide irse del edificio para librarse de él. Pero su porfiado ex empleado sigue "prefiriendo" no moverse. Permanece echado en la puerta de entrada, interfiriendo con el paso de los nuevos inquilinos.

El trabajo sigue produciendo agotamiento y enfermedad en los cuerpos, además de individualismo y narcisismo en las subjetividades. En las sociedades occidentales contemporáneas, las personas se cierran sobre sí mismas para concentrarse en su éxito, su estatus, su imagen y en el desempeño general de lo que Byung Chul Han llama "la empresa de la propia persona". En función de este objetivo, el sujeto se explota a si mismo hasta el cansancio, ignorando las dificultades del cuerpo para sostener la rutina y atribuyendo la depresión, la ansiedad, los ataques de pánico y las prescripción de psicofármacos a problemas del orden de lo "personal" o "privado", e incluso llegando a considerar que el hartazgo y el estrés que padecen es una falla moral por la que merecen sentir culpa.

Este empresario de sí mismo cae en la ilusión de creerse completamente autónomo, alguien que todo lo puede, que es dueño de sí mismo y responsable de sus triunfos y fracasos, y que, por lo tanto, se desentiende de las redes de cooperación o de las relaciones sociales que hacen posible la vida humana. Lo que merece, lo tiene. Y lo que puede conseguirse, lo conseguirá por merito absolutamente propio. Hundido en su identidad imaginario-narcisista, este sujeto se fija igual que Bartleby en su propio ombligo, y, también como él, pierde la posibilidad de acercarse al otro (cuya alteridad resulta disruptiva del ensimismamiento propio del narcisismo y de la depresión). Pero no lo hace, como el personaje de Melville, para resistir al mundo. Lo hace solo para someterse a su lógica.

La reclusión de Bartleby, y su oscura distancia con respecto al otro, son definitivas. Su incapacidad de trabajar puede pensarse como un efecto destructivo del trabajo sobre su cuerpo, pero también como la huelga del trabajador en contra de ese mundo con el que inconsciente decide dejar de colaborar.

III

Lo paradójico de nuestras sociedades es que en ellas el individualismo coexiste con técnicas de normalización que son represivas de la individualidad o de la singularidad de cada individuo. Ascético y de tez azul, pero con una agudez en los ojos que comparte con ningún autómata, Bartleby se mantiene fiel al reclamo de su cuerpo. En su caso, por esquivar la domesticación y la vida de trabajo, no se lo medica ni se lo hospitaliza, y tampoco se lo abandonado al capricho del viento, sino que se lo encierra. De vivir en las calles, al lado de la entrada del bufete, pasa a vivir tras las rejas. Y las razones son claras en una civilización que interviene sobre quienes desafían el orden, o sobre quienes, como Bartleby, deja de ser productivo. El jefe lo dice con claridad: "o bien usted debe hacer algo, o bien algo debe hacerse con usted".

Pero Bartleby se mantiene firme. Poco después de ser encerrado, su nueva preferencia es la de no comer. La huelga de hambre es su huelga definitiva, y acontece en "The tombs", como se llama coloquialmente al Complejo de Detención de Manhattan, el cual se encuentra en el Downtown, cerca de Wall Street. Del otro lado del edificio en que el personaje muere, la máquina sigue en marcha y las hojas siguen acomodándose con el viento. Ante la falta de proyectos políticos que transformen la relación del sujeto con el espacio y con lo(s) otro(s), el ritmo del lucro sigue siendo la única música a la que el sujeto automatizado baila.

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