1 de mayo de 2025

INCLUSIÓN LABORAL

INCLUSIÓN LABORAL . Trabajo y discapacidad: el cambio empieza en lo cotidiano

Aún hoy, tres de cada cuatro personas con discapacidad no tienen trabajo. La autora plantea, en consecuencia, que se trata de "un derecho que no se garantiza para todas las personas por igual" y que "el acceso al empleo continúa siendo una deuda que, como sociedad, tenemos pendiente".

Por Agustina Retaco (*)

Especial para El Tiempo

Cada 1° de Mayo nos invita a pensar en el trabajo como un derecho, como un valor social, como una dimensión fundamental de la vida adulta.

Trabajar no es sólo obtener un ingreso; es participar, aportar, sentirse parte de algo más grande. Es, entre otras cosas, encontrarse con otros, asumir responsabilidades, crear un presente y proyectar un futuro propio. Pero ¿qué sucede cuando hablamos de trabajo y discapacidad?

Ese derecho, aún hoy, no se garantiza para todas las personas por igual. En el caso de quienes tienen discapacidad, el acceso al empleo continúa siendo una deuda que, como sociedad, tenemos pendiente.

A pesar de las leyes, los programas y las buenas intenciones, las cifras muestran que la mayoría sigue estando fuera del mercado laboral: tres de cada cuatro personas con discapacidad no tienen trabajo. Estos números no han cambiado y detrás de eso, hay realidades, hay historias, hay deseos que siguen esperando su oportunidad, que las puertas se abran.

Esa oportunidad no empieza ni termina en una entrevista de trabajo. El camino hacia un empleo digno y sostenido se construye mucho antes, desde la infancia, en los espacios educativos. Por eso, hablar de inclusión laboral también es hablar de educación, de escuelas, institutos de formación y universidades accesibles, de formación docente con perspectiva en discapacidad, de trayectorias que no excluyan desde el comienzo.

¿Cómo llegar al mundo del trabajo si antes no se garantizó el acceso a aprendizajes significativos, a experiencias compartidas, a entornos donde desarrollar habilidades y descubrir intereses?

La calidad de la inclusión educativa tiene un impacto directo en las posibilidades futuras. No se trata solo de "estar" en la escuela o en la universidad, sino de permanecer y participar realmente, de que se tengan en cuenta los apoyos, de que se reconozcan los modos diversos de aprender, de que se valoren los saberes que cada persona puede construir. En otras palabras, no hay inclusión laboral posible si primero no hay inclusión educativa de calidad y real.

Pero, incluso cuando esas condiciones se alcanzan, aún hay barreras que persisten. Muchas veces no son visibles, no las encontramos en las rampas o en los baños. Emergen en las ideas, las miradas, los prejuicios, las representaciones que se tienen sobre las personas con discapacidad.

Imaginemos esta situación: te encontrás en el supermercado con una persona con discapacidad que utiliza bastón. ¿Qué es lo primero que ves? ¿Qué pensás?

¿Mirás algo que te llama la atención de su vestimenta o aparece primero la discapacidad? ¿Sentís admiración? ¿Haces foco en lo que "no tiene"? Los modos en que miramos pueden influir mucho en el modo de actuar.

Durante mucho tiempo, la discapacidad fue pensada desde un enfoque centrado en la rehabilitación, en lo que faltaba, lo que había que corregir para parecerse a la "persona tipo". Y si aun así no lo lograban, podrían ocupar otro posible lugar simbólico y transformarse en "ejemplos a seguir, en ser admirados, porque a pesar de tener una discapacidad lograron lo que se propusieron". Esa mirada, que tiene su origen varias décadas atrás, parece lejana, pero todavía habita muchas prácticas cotidianas. Aparece, por ejemplo, cuando se duda de las capacidades sin conocer a la persona, cuando se cree que va a "demandar demasiado y ser una carga", cuando se ve a la inclusión como un gesto de buena voluntad y no como el ejercicio de un derecho.

Esos modelos siguen generando límites y son los que esperan que la persona con discapacidad se adapte al contexto, sin revisar qué tan inclusivo y accesible es ese entorno en realidad.


Cambiar esa lógica implica ampliar la mirada. Entender que se trata de reconocer el valor que cada persona puede aportar, de prestar atención a cómo es el entorno que nos rodea ¿es accesible?, de que como sociedad también podemos ser generadores de barreras, de que ofrecer oportunidades laborales a personas con discapacidad no significa hacer solidaridad, sino que es un derecho que se debe garantizar y ejercer. Es poder comprender que la diversidad no es un problema a resolver, sino una oportunidad para enriquecer los equipos, las ideas, los entornos.

Este cambio no depende sólo del Estado y las políticas públicas, también nos involucra como sociedad. Las organizaciones están construidas por personas, que asimismo son parte de una sociedad que construye sentidos, valores, representaciones. En contextos tan complejos, y aún hoy en un escenario en el que pareciera que la apuesta por la diversidad perdió valor con discursos que, incluso desde lugares de referencia mundial como Estados Unidos, cuestionan o minimizan las políticas de inclusión, conseguir y sostener un empleo se vuelve difícil para muchas personas. Y entonces, la inclusión laboral de personas con discapacidad suele quedar relegada, "para más adelante", "hoy no es prioridad".

Se trata de pensar que una sociedad más justa no excluye a nadie, que el trabajo no debe ser el último eslabón de una cadena, sino parte de una construcción más amplia de inclusión social.

Este 1° de Mayo es una nueva oportunidad para pensarnos, para mirar el mundo laboral con otros ojos, para preguntarnos qué ideas sostienen nuestras prácticas, qué modelos seguimos reproduciendo sin notarlo, qué lugar le damos y cómo miramos al colectivo de personas con discapacidad en el mundo laboral. También, para imaginar y crear posibilidades, porque cuando se dan las condiciones, cuando hay apoyos adecuados, cuando hay voluntad real, cuando hay decisión y convicción, las experiencias de inclusión laboral no sólo son posibles, sino valiosas para todos.

Ojalá cada vez más personas puedan descubrir eso, podamos seguir corriéndonos de los lugares conocidos que generan obstáculos, para construir otros modos de trabajar y de convivir. Ojalá no necesitemos seguir repitiendo que el trabajo es un derecho. Pero mientras tanto, sigamos abriendo preguntas, compartiendo miradas, apostando por una inclusión que no sea esporádica, de moda, sino cotidiana, estructural y compartida.

Hablar de trabajo y discapacidad este primero de mayo, es una invitación a comprender que la verdadera inclusión no se logra desde la obligación, sino desde la convicción: esa certeza de que todos ganamos cuando nadie queda afuera. El cambio empieza en lo cotidiano, en cada conversación, en cada oportunidad que brindamos, en cada barrera que derribamos.

(*) Lic. en Psicología - M.P. 15844. Especialista en inclusión sociolaboral de personas con discapacidad.


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