18 de diciembre de 2022

APUNTES SOBRE FIESTAS POPULARES

APUNTES SOBRE FIESTAS POPULARES . Los Carnavales en el Azul de antaño

El reino olímpico estaba alborotado. Lo iban a juzgar a Momo, más conocido por el "calavera loco", allí donde todo era seriedad y compostura. Allí, donde cada súbdito del Júpiter tonante era todo humildad y respeto hacia el soberano máximo de los campos celestiales. Y el único que desentonaba en ese ambiente conventual era, precisamente, el pergenio de Momo que, desde su pequeño reino, se venía de vez en cuando hasta la Capital para hacer una de las suyas.

Desde chico le había dado por gastar bromas y no le importaba quién fuera, mujer, hombre, anciano o niño; y cuando no era un petardo que sonaba a destiempo, era un balde de agua fría que le caía al transeúnte desde las alturas, o una cáscara de banana arrojada a sus pies que hacía dar con su humanidad en el suelo. La gente lo disculpaba porque, como tenía categoría de dios, este Momo merecía cierto respeto... Pero ahora las cosas habían cambiado, porque el objeto de la burla (¡y qué burla!) era nada menos que el mismo Júpiter, Señor de Horca y Cuchillo en el Olimpo y el único "mandamás"; el que en esta ocasión presidía el tribunal que iba a juzgar al infractor a las más elementales leyes de cortesía.

El asunto era que Júpiter había programado una fiesta en honor de las ninfas, nereidas y sátiros, que abundaban en el vergel olímpico, cuyo principal número era un banquete pantagruélico y, como faltaba personal para las cocinas se solicitó, por medio de los heraldos, cocineros con sus vestimentas apropiadas; y hete aquí que el dios Momo, que respetaba poco y nada a su soberano, resolvió disfrazarse de "cheff" y gastarle una broma al anfitrión, uno de cuyos platos favoritos eran los "macarones a la pumarola en copa"; y así fue como, aceptado para actuar en las cocinas reales, llegado el momento y cuando ya estaba lista la comida, sacó Momo del bolsillo un paquetito conteniendo unos polvos y los vació en la gran cacerola, que contenía el manjar predilecto del soberano, que poco más tarde era engullido por partida doble por Júpiter, su corte y las nereidas, ninfas y sátiros, rociado el todo por un vinillo cosquilleante traído de la bodegas del viejito Noé, para la fiesta.

Todo transcurría en alegre espíritu de camaradería, brindándose por la salud de unos y otros, cuando se vio a Júpiter pegar un respingo y agarrarse la barriga con ambas manos, mientras que los ojos se le ponían en blanco y un rictus de dolor le hacía morder los labios... Y al igual que él, los invitados (sobre todo los que habían comido mucho), con el rostro pálido y amarillento, gemían en sus asientos, que fueron abandonando presurosos para perderse en la fronda fresca de esa tarde primaveral.

A todo esto, Momo, escondido detrás de una columna, se "raiba y se sonraiba" a más no poder, viendo los apuros de Júpiter, atendido por sus médicos de cabecera, caído a lo largo debajo de la mesa.


Baile de máscaras en el Centro Español de nuestra ciudad (año 1943). FOTO HEMEROTECA J.M. OYHANARTE

Se averiguó lo que hubo de haber habido y, poco después, el dios Momo era detenido, acusado de alta traición y tentativa de regicida. Y allí estaba el procesado, ante el tribunal que lo iba a juzgar, por haberle puesto polvos raros en la comida del Soberano del Olimpo.

Se le condenó a muerte; Momo pidió clemencia. Intervino Júpiter como presidente del tribunal y dijo, mientras aún sentía los retorcijones y la revolución provocada por los polvos: "Condenarlo a muerte a Momo es poco. Yo lo sentencio al destierro 'per sempre' del Olimpo. Que lo lleven encadenado hasta la Tierra y allí lo larguen, para que haga sus hechuras en las carnestolendas y después lo cuelguen y lo quemen en la hoguera, todos los años, y vuelva a resucitar de entre sus cenizas como el 'Ave Fénix' y siga así por los siglos de los siglos, hasta el fin del mundo...".

La sentencia se cumplió de inmediato, sin pena para el condenado, porque, ¡qué más quería el dios Momo, sino que le dieran campo libre para sus diversiones! Y aquí está, en el globo terráqueo, haciendo de las suyas todos los años, teniendo como aparceros a la Locura, la Alegría que, en compañía de Euterpe, Baco, Cupido, Terpsícore, etc., recorren en mundo en los días de carnaval y se divierten y hacen divertir, hasta que las velas no ardan...

En este 1970, el cortejo llevando a la cabeza el dios Momo, ya se ha puesto en marcha, anunciando su resurrección, con trompetas y timbales, seguidos por las farándulas, comparsas, murgas y mascarones; pronto llegará a esta Villa de Azul y San Serapio Mártir; falta menos de un mes y una vez más será el Rey Momo señor de las fiestas y volverán las misteriosas mascaritas a hacer palpitar corazones, mientras al compás de un tango sentimental y compadre no faltará quien les diga: "Sacate la caretita... Sacate la caretita que te quiero conocer...".

De aquellos carnavales de antaño, celebrados con singular entusiasmo en todos los ambientes capitalinos y pueblerinos, cuando brillaban los corsos de Avenida de Mayo, y también los de Flores y Belgrano, y otras extensas barriadas de la Capital; de aquellos desfiles de destacados contornos, que tenían también como centro el Azul, mucho es lo que habría que hablar...


Una de las fotografías más antiguas relacionadas con las fiestas carnestolendas en Azul: el carro alegórico a Pompeya, del señor Andrés Felguet, merecedor del primer premio en los Carnavales del año 1917. FOTO HEMEROTECA J.M. OYHANARTE

***

Así anduvo Momo en los primeros tiempos en que lo echaron del Olimpo, por traidor y mal amigo, bastante afligido, pues no sabía dónde meterse; pero un día se dio de manos a boca al recorrer el paraíso terrenal, con la pareja creada por Dios y, no pudiendo con su genio, resolvió hacerles una travesura; y ahí nomás se disfrazó de serpiente y le hizo gustar de la fruta prohibida a la primera madre del mundo. ¡Para qué habrá hecho eso! Ahí nomás tronaron los cielos y el mundo se ensombreció y Tata Dios, más enojado que un toro de Miura, en plena corrida, los echó a los tres del vergel florido, para que se las rebuscaran en los páramos y desiertas tierras. Pero como esto no le gustaba a Momo, abandonó a la infeliz pareja y se fue para el lado de Egipto donde, disfrazado de Buey Apis, hizo de las suyas en la Corte Faraónica; y después de algunos milenos viajó por la China, haciendo desfilar a bestiales monstruos que echaban humo y llamas por la boca, en los corsos de Pekín; luego anduvo por la India haciendo buenas migas con la diosa Kali, paseó después por Persia con el hombre de la Alfombra Mágica; conoció a Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, hasta que un día se plantó en Grecia, metiéndole el "perro" a los troyanos, durante la guerra que sostenían con los griegos, introduciéndoles el famoso Caballo de Troya.

Para Momo todo esto era una fiesta, pues como "todo el año es Carnaval", él se divertía a su manera.

Y tanto anduvo el "calavera loco" que, al final, se organizaron las carnestolendas, con diversos nombres y diversas fechas de iniciación. Así fueron Saturnales y Bacanales en la Grecia y Roma de la antigüedad; luego los carnavales adquirieron mayor difusión y prestigio en la Edad Media, sobre todo en Italia, Francia, Alemania y España. Uno de los centros de mayor atracción fue París, en donde, desde los reyes a los últimos vasallos, se divertían de lo lindo en los grandes corsos, siendo uno de los principales animadores Enrique III y Enrique IV de Navarra, los que con Luis XIII y Luis XIV, le dieron de lo lindo a los corsos y bailes, con un subido color verde. También Napoleón Bonaparte se mandó su "parte" cuando, después de la Revolución Francesa, restableció los carnavales en Francia, "para que se diviertan los muchachos", dijo.

Y a la Argentina le llegó desde su España el jaleo carnavalesco, en tiempo de la Colonia, y se extendió desde Buenos Aires a lo largo del país, en sus diferentes modalidades. Porque si en unas provincias lo celebran de una manera, en las restantes lo realizan de otra, siempre sobre la base de una alegre mascarada y, como no podía ser menos, un día llegó también al Azul el dios Momo, más loco que nunca; y aquí también hizo de las suyas...

Eran otros tiempos aquellos, del carnaval de antaño, que divirtió en grande a nuestros abuelos. Más familiar, dentro de la tónica entusiasta de la gente, pero con muchos mayores deseos de organizar las fiestas, para que todos, ricos y pobres, pudieran disfrutar y gozar de las mismas.

***

Fácil es recordar que, desde mucho antes de Carnaval (tres o cuatro meses atrás) en los hogares de la campaña de las quintas y del pueblo, se iniciaban las conversaciones para estar listos el día en que se largase la carrera. Los preparativos daban comienzo, por lo general, en el campo, con el arreglo y pintura a nuevo del breacke, americana o el modesto sulky, mientras se echaba a un potrero especial a dos yuntas de buenos pingos "puros de raza", para el invierne, a la par en el galpón se lustraban los aperos, todo lo cual luciría en las noches de corsos.

Igualmente, en las quintas eran reparadas las humildes jardineras y vagones de reparto para la concurrencia de la familia al corso y, en el pueblo, "ellas" y "ellos" buscaban en los antiguos figurines de modas el disfraz más apropiado para vestir en las esperadas noches de carnaval, a la par que se organizaban las celebradas comparsas tradicionales, con trajes apropiados e instrumentos afines. Por aquellos años ya había cobrado fama en la región de ser Azul la ciudad más divertida y más agradable para pasar, dentro de una sociedad culta y prestigiosa, las carnestolendas.


Baile de carnaval en el Teatro Español de Azul. FOTO HEMEROTECA J.M. OYHANARTE

Había por ese entonces -principios de siglo [XX]-, algunas sociedades artísticas que se esmeraban en la presentación de sus comparsas en los corsos pueblerinos. Entre ellas se contaban La Garibaldina, La Estrella Azuleña, El Orfeón Español, Los Pebetes, etc., con vestimentas especiales, condes, duques, princesas y trajes regionales, ejecutando muy buena música con violines, guitarras, mandolines, flautas, las que formaban conjuntos orquestales cuya fama trascendía nuestros pagos y se extendía hasta la misma Capital, de donde llegaban muchas familias que veraneaban en sus establecimientos de campo y animaban, durante las cinco noches, nuestros carnavales.

Eran también famosos los bailes realizados en el Club de los Artesanos y en el Club Unión, a los que se unieron posteriormente los del Centro Español, la Estrella Azuleña y otros de tipo popular, con muy buenas orquestas que hacían las delicias de los concurrentes. Pero, lo más grande y principalmente entre los años 10 y 30, fueron los corsos animados al máximo por tal cantidad de público que fue necesario, muchas veces, ampliar su recorrido clásico, hasta las avenidas Humberto I y Mitre. Entonces había, previamente a los desfiles nocturnos, los corsos "de flores", que tuvieron como centro las aludidas arterias y también la 25 de Mayo, entre las seis de la tarde y las ocho y media de la noche. Por esos días, los jardines eran asaltados por la gente (especialmente el Jardín de las Rosas de Mastieri) que iba en procura de nardos y diosmas, para hacer los tradicionales ramitos, arrojados al paso de la gente como una cortesía. ¡Cuántos noviazgos tuvieron su iniciación en uno de esos ramitos arrojados con gentil sonrisa...!

Después, en los corsos nocturnos, se producía lo más grande de la fiesta, cuando los cientos de coches lujosamente atalajados, llevando a las hermosas jóvenes azuleñas, se unían enredados en las miles de serpentinas que se arrojaban, en verdaderas batallas que nadie quería perder.

En ese entonces, el cajón de cien paquetes costaba diez pesos, de nuestra moneda fuerte, que la fueron desnaturalizando los que surgieron después de 1930, con este agravante, que también el Carnaval sufrió las consecuencias del cuartelazo, ya que a partir de entonces y durante varios años, se prohibió el disfraz y el corso, quizás por miedo, al que no escapan los dictadores.

Hay muchas cosas que contar sobre los carnavales de la "bella época" que tuvieron lugar en Azul; anécdotas, historias de amores, episodios risueños, etc., y en los que el dios Momo siempre estuvo presente...

***

Momo se había apoderado del espíritu y del corazón de los argentinos en aquellos días de carnaval del 900 para arriba, y eran sus mejores expresiones de alegría y de locura las que se podían ver y oír en los grandes bailes, realizados en los días en que el dios viajaba por estas tierras, desde Buenos Aires hacia el Norte, el Sud, Este y Oeste. Por lo general, los conjuntos orquestales preparaban sus repertorios desde meses atrás a la fecha señalada, y muchos compositores aprovechaban las fiestas para estrenar sus piezas bailables, en especial tangos, valses, rancheras y milongas... ¡Y qué orquestas las de ese entonces! Principalmente, en la segunda década del siglo [XX] y algunos años después fue cuando florecieron esas expresiones de nuestra música típica.

Recuerdo que una noche, en la sala del viejo Teatro Nacional, situado en la calle Santa Fe, entre Callao y Río Bamba de la Capital, se estrenaron los tangos "Cara sucia", de Canaro, y "La huella", a la par que salieron al aire de la adornada sala, los clásicos tangueros de Arolas, "Derecho viejo", "El Marme", y "Maipú", famosos todos ellos en esa época. Quienes los ejecutaron eran nada menos que diez bandoneones, violines y veinte guitarras que, en semicírculo y escalonados, ocupaban el escenario. La entrada sólo costaba un peso y la concurrencia, al finalizar el baile y ganar la amplia avenida, salió cantando "Cara sucia / cara sucia / te has venido, con la cara sin lavar...".

Por ese entonces, antes y mucho después, los bailes de carnaval eran de disfraz y fantasía; vale decir que quien acudía a los mismos sin una vestimenta apropiada a la fiesta, desentonaba en el ambiente, y poca o ninguna bolilla le daban... De esa manera, las reuniones danzantes, auspiciadas por los entes respectivos, cobraban animación y se deslizaban con un creciente entusiasmo, contrastando con las fiestas de igual índole celebradas en las últimas décadas, en que ir a un baile de carnaval -salvo las excepciones del caso- era un aburridero a dos puntas.

Como es de suponer, y ya lo he manifestado en anteriores "recuerdos", Azul tuvo magníficas expresiones de holgorio en aquellas carnestolendas de antaño, tanto en los corsos como en los bailes animados por orquestas típicas porteñas, las de Pacho, Greco, etc., como así también otras del ambiente dirigidas por los maestros Cajaraville, Ferrara, Riviere, Castañares, Labataglia, que incluían muy buenos bandoneones, violines y guitarras que, al igual que los cuartetos famosos de la Capital, hacían "dormir" a las parejas en un tango canyengue y sentimental, como el "Zorro gris", "La cumparsita", "Ojos negros", "El cencerro", "La cachila", "Rosa de fuego", etc.

Y no sólo los centros sociales eran la atracción de la gente, pues también figuraban en los programas los bailes populares que se realizaron en el antiguo Laurak Bat (hoy sede del Azul Athletic), en el salón de Colón e Yrigoyen (hoy YPF), donde una madrugada ocurrió una tragedia; y también en terrenos apropiados para bailes al aire libre, como el situado en 25 de Mayo e Yrigoyen, que quedó al descubierto al incendiarse el Cine de Eloy que allí funcionaba. Cabe destacar que, los carnavales de antaño, corrían por cuenta de una Comisión integrada por los directivos y empleados de las principales casas comerciales de Azul, como lo eran: Vigna, Provasi, Andía, Pereda, Carmuega, El Progreso, y otras del ambiente, siendo los principales animadores: Manuel Gurruchaga, Domingo Carmuega, Torras, Díaz, el Vasco Alzuarte, Paco Beltrán, José Tendas, José Aguilar y otras personas del ambiente comercial, que se encargaban de traer de la Capital las mercaderías afines para la celebración de Momo, vendidas luego a precios módicos. Cien globos: un peso. Diez paquetes de serpentinas: un peso. Pomos grandes: veinte centavos, y todo por el estilo... ¡Cómo no se iba a divertir la gente, si todo lo tenía al alcance de la mano! Hasta un dominó se conseguía por cinco o seis pesos...

Por eso era que había ánimo por hacer las cosas bien y celebrar las fiestas con todo entusiasmo; de ahí el éxito de las grandes comparsas que desfilaban por los corsos, con sus trajes medievales y buena instrumentación; preparados los conjuntos, como lo fueron "Los Pebetes" por el maestro Pablo Ranich, un gran músico que había llegado a Azul por aquella época de la Europa Central. Y cuando en aquellos corsos, cuyas calles se hallaban iluminadas al "giorno" y adornadas con guirnaldas y mascarones, se iniciaba el gran desfile de coches lujosamente atalajados y avanzaban las comparsas de La Estrella Azuleña, del Orfeón, La Garibaldina y Los Pebetes, con su clásica canción: "Somos los pebetes / que aquí venimos / a esta gran fiesta de carnaval...". La gente aplaudía a todo lo largo del corso, arrojando flores al paso de los juveniles conjuntos que ejecutaban alegres expresiones musicales.

Y, a la par de ellos, circulaba la gran mascarada en sendos vehículos, a caballo, o a pie. Desde un Emperador Romano con sus gladiadores, hasta la humilde tribu de indios, con su cacique al frente; se podía ver los gauchos y cocoliches, los condes y duques, con su jubón y espada al cinto; caballeros medievales con armaduras de latones, dirigibles, aeroplanos (recién nacía la aviación en el país), dragones y, contrastando con el "Señor de las Lentejuelas", disfraz armado con paciencia franciscana, caminaba a su lado "El bicho canasto", original disfraz cubierto por miles de esos bichos, que durante meses había estado recogiendo el hombre para coserlos en la arpillera y poder divertirse a su manera.

Y los más hermoso de todo, en estos corsos y los consiguientes bailes, eran los disfraces y fantasías de las jóvenes de nuestra sociedad, que se exhibían de Princesas, Aljabas, Mirasoles, Sultanas, Odaliscas, Emperatrices, Negras candomberas, Paisanitas, Cruz Roja, Colombinas, y otras muy originales, por cierto, pura seda y pura alhaja, que merecían el aplauso constante de los que llenaban los bailes o los corsos, que finalizaban con las canciones de moda.


Otro masivo y festivo baile de las carnestolendas en el Teatro Español azuleño. FOTO HEMEROTECA J.M. OYHANARTE

***

Ayer recibimos una cartita con blasones y perfumada, en la cual se nos dice: "Mi estimado Peter Boy: La presente es para anunciarle que he llegado por estos pagos de San Serapio con mi corte celestial integrada por la mayor farándula que se haya visto en los últimos años y acampo por el Monte de la Alegría -marginal del Callvú Leovú-, a la espera de la hora de la largada para hacer mi entrada triunfal por esa cada vez más linda ciudad, orgullo y gloria de todos los azuleños, para darles alegría en mis noches de locura, que bien se la merecen después de los altibajos que esta perra vida les depara. Habrá, pues, que dejar a un lado tristezas, remilgos y caras serias, dando lugar al holgorio, a la juerga y a las risas, adobado el todo con la salsa que estos carnavales requieren para mayor divertimiento. Y como el macaneo es libro y Ud. se ha mandado la 'parte' en repetidas partes relatando las hazañas por mí cumplidas en todos los tiempos, le voy a dar la primicia de que traigo en mis alforjas varios y valiosos regalos para la grey sanserapiana y en especial para los hombres que ofician de 'comosifuesen' y en el reparto final habrá de todo y para todos: vanidosos, neuróticos, seráficos, virtuosos, aburridos, ricos, aspaventosos y de los otros... Créame, Don Peter, que la cosa va a ser una risa, tanto en los corsos como en las milongas. A todos los que gustan de mi fiesta les inyectaré una buena dosis de optimismo para que desparramen en mis noches de locas tentaciones, toda la alegría posible, sean máscaras sueltas, comparsas o murgas; y serán bienvenidas en los desfiles las gentiles reinas que aspiran a compartir mi trono en un cariñoso himeneo hasta que las velas no ardan. Y junto a aquellas también serán agasajadas las princesas y los cortesanos y la mascarada del sufrido pueblo, desde el más modesto paisano al encumbrado caballero de capa y espada, desde la graciosa bailarina hasta la enigmática gitana, desde la bella odalisca a la humilde aldeana, con los payasos, cocoliches, hippies y demás elementos de mis florecientes campos olímpicos. Por lo tanto, todos los azuleños y turistas que se lleguen por estas 'divertidas playas', están invitados a participar de mis fiestas, preludio del juicio final en que, condenado a muerte por maldición de mi padre Júpiter, iré de cabeza a la hoguera en mi tradicional esquina de las dos Avenidas. Les anticipo que moriré contento y cantando como el cisne, porque estoy seguro que resucitaré y además porque 'El que se tiene por hombre / ande quiera hace pata ancha'. Como estoy al llegar, les digo a todos mis amados aborígenes y azuleños de pura cepa: hasta luego a las veintiuna -Momo: Rey del Carnaval, por la gracia divina".

Hasta aquí la carta del dios que nos visita, que damos a conocer con el apresuramiento que ello se merece; y es de esperar que en las fiestas que se inician, todos se vuelquen a los lugares destinados para hacerle honor a quien tan gentilmente se presenta con sus músicas y oropeles.

Ocurrió lo que pasamos a relatar, en unos carnavales celebrados en esta ciudad, medio siglo atrás [1920], episodio que fue el comentario jocoso durante mucho tiempo. Resulta que entre el Juez del Crimen que oficiaba en los Tribunales locales de los años veinte y el Comisario del pueblo, a cargo de la seccional local, se había producido una honda divergencia, por cuestiones sumariales, denuncias, etc.

El magistrado, severo en su postura, no permitía abusos. El Comisario, por su parte, no permitía la circulación en la ciudad de corruptores, tratantes de blancas, individuos que podían ser delincuentes en potencia, vagos y otras alimañas sociales y, en cuanta oportunidad se presentaba, arriaba con todos los malandrines. Y esto provocaba malestar entre ciertos personajes afectos a la politiquería local, que llegaban en queja (ante los estrados) contra el Comisario, acusado de coartar la libertad individual. Las cosas se habían puesto cada vez más tirantes entre uno y otro, y fue en aquella noche de carnaval, que se alborotó el avispero cuando se corrió la bolilla -como reguero de pólvora- que el Comisario se había disfrazado de Pierrot y andaba en pareja con su amigo (martillero él), que oficiaba de payaso, paseando por el corso...

No faltó quien, al saberlo, corrió presuroso hasta la casa domicilio del Juez y le sopló el dato. ¡Para qué! De inmediato, el magistrado se puso en campaña con unas ganas bárbaras de meterlo preso al Comisario, que continuaba su recorrida en procura de una banda de mozalbetes que, desde las veredas marginales al corso, hacían objeto de toda clase de diabluras a la gente y mascaradas, y también a quienes en coches participaban del desfile...

Caminando la pareja llegó hasta el Teatro en cuya sala realizaba su tradicional baile el Centro Español, con un total lleno de una concurrencia enmascarada y, al entrar al vestíbulo aquellos, el vigilante que estaba de facción en la puerta de acceso se cuadró y, haciendo la venia, dijo con voz tonante:

-¡Sin novedad, mi Comisario!

-Yo no soy el Comisario, marmota -contestó rápidamente Don Emilio-. ¿No ves que soy una mascarita?

Y entró luego a la sala donde los abarajaron los contertulios, rodeándolos al grito de "¡Don Emilio! ¡Don Emilio!", viéndose el Pierrot y el Payaso en figurillas para eludir los apretujones, mientras decían... "Somos unas humildes mascaritas...".

Pero no duró mucho la farra porque en eso estaban cuando llegó un subalterno y le dijo al Pierrot: "Mi Comisario, lo anda buscando el Juez para meterlo preso...". Ni corto ni perezoso, Don Emilio abandonó el Teatro y, dirigiéndose a la Comisaría, se quitó en su despacho el disfraz y se puso el uniforme de gala que allí tenía, mientras le ensillaban su caballo de batalla; y montando en él se dirigió al corso, seguido por su oficial ayudante, haciendo caracolear el pingo entre los cientos de vehículos que desfilaban con creciente bullicio.

Y fue en esas circunstancias que vio en la esquina de las calles Buenos Aires y Alsina (hoy Uriburu e Yrigoyen), parado en la puerta de la Confitería "La Armonía" al Juez del Crimen que, extrañado y sorprendido, lo miraba. Entonces el Comisario, acercando el caballo a la vereda, saludó al Juez con sonrisa sobradora, diciéndole: "Sin novedad Usía. Todo está tranquilo por el pueblo. Buenas noches Usía...". Y se alejó, perdiéndose entre el agitado ir y venir de coches y mascaritas.

Don Gualberto Illescas, que era el Juez, se preguntó esa noche y muchas otras, qué hubo de haber habido para que Don Emilio López le hiciera esa jugada ganadora...

[Referencias: artículo firmado con el seudónimo Peter Boy. Publicado en El Tiempo en las ediciones de 14, 18 y 25 de enero, 1 y 8 de febrero de 1970. El título original es "Columnas de mis recuerdos". Archivado en Hemeroteca JMO de Azul].

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