ENFOQUE

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La justicia lenta, ¿es justicia?

"Aunque haya pasado mucho tiempo desde la comisión del delito y hasta su atribución a alguien, el ilícito debería ser perseguible sin restricciones. Es decir, el plazo de prescripción de la acción se debería contar a partir de la imputación del sospechado, sin importar el tiempo transcurrido desde la comisión del hecho", sostiene en esta nota el funcionario judicial, actual presidente de la Cámara de Apelación y Garantías en lo Penal departamental.

12 de diciembre de 2021

Escribe: Carlos P. Pagliere (h) (*)

Especial para EL TIEMPO

"La justicia lenta no es justicia". Éste es un vacío eslogan que se repite hasta el hartazgo. Se oye en boca de penalistas, y también en boca de gente en la calle. Aunque claro, cada uno lo utiliza con distinto propósito. Los penalistas para indicar que en algún momento debe cesar la persecución penal; en cambio la población en general lo hace para exigir una justicia rápida.

Y aquí es donde ingresa el conflicto, de periódica actualidad en delitos sexuales, contra la vida, de corrupción y de terrorismo. Porque el eslogan es perverso y sirve más a la impunidad que a la población. La falsedad del postulado es flagrante. Al decir que "la justicia lenta no es justicia", se quita legitimidad a la justicia. Y eso es inadmisible. La justicia es siempre justicia: podrá ser tardía, pero es justicia al fin.

Basta con escuchar a los creyentes cuando dicen: "Haya o no justicia terrenal, yo igual creo en la justicia divina". ¿Pero acaso la justicia divina no es la más lenta de todas? Hay que esperar hasta el fallecimiento del delincuente, e incluso hasta la venida del anunciado "juicio final". Entonces, ¿por qué esta férrea creencia en la justicia de Dios? Por la simple razón de que se trata -para la religión- de una justicia inexorable, ineludible, fatal. Porque para los creyentes es una justicia que inevitablemente ha de llegar.

Y eso es lo que todo el mundo quiere: que la justicia llegue. Cuanto más pronto, mejor. Mejor temprano que tarde. Pero más vale tarde que nunca. Porque peor que la justicia lenta, es la impunidad. La justicia lenta, aunque tarde, es una justicia que llega; en cambio, la impunidad es la justicia que nunca llega. Es simple y llana injusticia.

De estas meditaciones surge un principio rector: "todo delito debe ser penado". No importa cuándo. Porque la ley penal previene los delitos amenazando a todos los ciudadanos con penas, para que se abstengan de delinquir. Tal es la función del derecho penal. Y la efectividad de la amenaza penal exige que la pena se aplique inexorablemente al delincuente, dado que una amenaza que no se cumple pierde su poder disuasorio.

El código penal argentino, sin embargo, establece que los delitos no se pueden perseguir eternamente. Que luego de la comisión del hecho hay un tiempo para investigarlo y juzgarlo, pasado el cual el delito quedará impune. Que la acción penal, en cuanto potestad para perseguir el ilícito en particular, en un momento cesa, es decir, "prescribe".

Específicamente, la acción penal prescribe una vez transcurrido el máximo de la escala penal desde la comisión del delito (que en ningún caso puede exceder los 12 años ni bajar de los 2 años) o a los 15 años en los crímenes con pena perpetua (art. 62, Cód. Penal). Y aunque existen causales interruptivas y suspensivas de la prescripción (art. 67, Cód. Penal), la potestad del estado para perseguir un delito tiene fecha de caducidad.

A juzgar por el principio rector de que «todo delito debe ser penado», pareciera que el código penal promueve la impunidad. ¿Es así? La respuesta sería: "sí y no". Porque el problema no es que la acción prescriba, sino el momento en que comienza a computarse el plazo.

La "prescripción de la acción", en verdad, es un instituto legítimo del derecho penal, aunque muchas veces se lo quiera justificar con fundamentos que no son válidos.

Se argumenta que "el delincuente, con el paso del tiempo, ya no es el mismo: que su personalidad muta y deja de ser peligroso para la sociedad".

El argumento es acomodaticio. ¡Pregúntenle a la mujer sexualmente abusada si el paso del tiempo la ha transformado en "otra"! ¡Pregúntenle a los padres que perdieron a su hijo si el paso del tiempo ha hecho mermar su dolor! ¡Pregúntenle al muerto si el tiempo le permite resucitar y vivir la vida que injustamente le fue arrebatada! Si el tiempo no es aliado de las víctimas, tampoco debe serlo de los victimarios.

Se explica que la prescripción de la acción es "una importante salvaguarda para prevenir el encarcelamiento indebido y opresivo con anterioridad al juicio".

Esto es un argumento falso. La tramitación de un proceso penal no requiere la imposición de una prisión preventiva. Y el encarcelamiento preventivo, si es excesivo, se remedia fácil y naturalmente con la excarcelación del acusado, que no conmueve en nada la continuidad de la persecución penal.

Se arguye también que la prescripción de la acción penal "permite limitar el peligro de que el retraso perjudique las posibilidades de defensa del acusado". Es decir, vendría a impedir que los justiciables tengan que defenderse respecto de acusaciones en las cuales los hechos básicos han quedado "oscurecidos por el paso del tiempo".

Este razonamiento también es lábil, porque el retraso más bien perjudica a las víctimas, cuyas chances de obtener justicia se van cayendo junto con las hojas del calendario. No hay que olvidar que el imputado corre siempre con la ventaja del "in dubio pro reo", de modo tal que la duda lo beneficia. Es así que el paso del tiempo favorece la impunidad, por la dificultad para producir la prueba de cargo suficiente e inequívoca para arribar a una condena.

Pero hay un argumento que sí es válido.

Y así lo expresa nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación: "La necesidad de un plazo para la prescripción de la acción penal se fundamenta en el respeto debido a la dignidad del hombre, cual es el reconocimiento del derecho que tiene toda persona a liberarse del estado de sospecha que importa la acusación de haber cometido un delito".

Esto no significa que a los jueces del Tribunal Supremo les interese o se preocupen por la tranquilidad mental de los delincuentes. El que cometió un delito y siente la zozobra de saber que algún día podrá ser juzgado y preso no es digno de lástima, pues "se la ha buscado" con su accionar. Y más zozobra deben padecer las víctimas y sus familiares.

La cuestión reside en que la persona procesada por un delito, realmente puede ser inocente (de hecho, lo es para la ley hasta que no haya sentencia firme). Y es aquí donde se deben amalgamar los principios rígidos de la ciencia penal y las garantías constitucionales en cabeza de los ciudadanos.

Todos los delitos, no importa cuándo, deben ser penados. Ése es el principio rector e inconmovible del derecho penal. Pero no olvidemos que para determinar que existe un delito y un culpable se requiere un proceso penal que así lo declare. Y la persona imputada, hasta tanto concluya el proceso, se reputa inocente. Que en efecto puede serlo verdaderamente. No hay más que pensar en la carga psicológica que sufre una persona inocente al ser acusada de un delito que no cometió. Y esto, encima, por un tiempo indeterminado.

Es por ello que el instituto de la "prescripción de la acción penal", que recoge el código penal, resulta legítimo y valioso.

Ahora bien, este instituto se debe compatibilizar, a su vez, con el respeto debido a la dignidad de las víctimas, que también tienen derecho a obtener justicia. Y aquí se impone hacer distinciones útiles que deberían regir el sistema de prescripción de la acción penal.

Ante todo, como la prescripción se fundamenta válidamente en el derecho de todo ciudadano inocente a librarse del pesaroso "estado de sospecha", el plazo de prescripción recién debería contarse a partir del momento en que la persona es imputada por la justicia (a través del llamado a indagatoria). Porque si la justicia no identifica sospechosos, no hay perjuicio a persona alguna.

Claro que el autor del delito (que aún está en las sombras) podrá sentir la zozobra de saber que algún día podría ser juzgado y preso, pero ese malestar no habrá sido producido por la justicia (que no lo tiene aún como sospechoso), sino por haber cometido el hecho, que -tal como lo expresamos- es pura y exclusiva responsabilidad suya.

Desafortunadamente, hoy la prescripción de la acción inicia su derrotero con la mera comisión del delito, aunque no haya sujeto alguno contra quien la justicia haya direccionado la imputación. Un temperamento que considero se debería reformular en el código penal.

Para precisar esta situación, luego de la comisión del hecho puede ocurrir: que el delito no se conozca (por ejemplo: alguien desaparece y tiempo después se descubre el cuerpo y se averigua que fue asesinado) o que el delito se conozca (por ejemplo: apareció el cadáver), pero todavía no se tiene una persona apuntada de haberlo cometido. En cualquiera de los casos, la prescripción de los delitos no debería comenzar a correr. No habiendo persona sospechada por la justicia, no hay afectación de garantías constitucionales.

Aunque haya pasado mucho tiempo desde la comisión del delito y hasta su atribución a alguien, el ilícito debería ser perseguible sin restricciones. Es decir, el plazo de prescripción de la acción se debería contar a partir de la imputación del sospechado, sin importar el tiempo transcurrido desde la comisión del hecho.

Además, como el plazo de prescripción corre separadamente para cada acusado, si la causa tenía un sospechoso, pero se produce un vuelco en la investigación que desvía la imputación hacia otra persona (algo que, por ejemplo, podría suceder en el "caso Dalmasso" o en el "caso García Belsunce"), recién entonces debería iniciar el plazo de prescripción al nuevo imputado, ya que es a partir de ese momento que éste comienza a padecer el "estado de sospecha".

De tal modo, nunca más tendríamos que tolerar la impunidad del asesinato que se descubre tardíamente; o del violador o pedófilo cuya identidad se revela o denuncia años después; o del político corrupto cuyos fraudes se hacen públicos tiempo más tarde, cuando cambia el partido gobernante, etcétera.

Todavía nos queda por tratar la "prescripción de la pena", que hay que diferenciarla de la "prescripción de la acción". Mientras no exista una sentencia que haya pasado en autoridad de cosa juzgada, lo que puede prescribir es la acción penal. Pero la acción concluye con la sentencia firme, y a partir de ese momento sólo puede prescribir la pena que se haya impuesto al reo.

El principio rector de la ciencia penal es que, una vez que se ha dictado una sentencia condenatoria y ésta ha quedado firme, ya no hay excusas para que el delincuente no cumpla con la pena. Pues tal como ya expresamos: "todo delito debe ser penado".

Sin embargo, el código penal establece que la pena prescribe en un tiempo igual a la condena o a los 20 años en las penas perpetuas (art. 65, Cód. Penal), a contar a partir de la notificación al reo de la sentencia firme o desde el quebrantamiento de la condena si se empezó a cumplir (art. 66, Cód. Penal).

Esta cláusula legal es absurda a todas luces.

Si el preso a pena perpetua debe cumplir 35 años de prisión o reclusión para poder obtener la libertad condicional, ¿por qué beneficiar al prófugo con la prescripción a los 20 años? Y más generalmente: ¿por qué premiamos a los prófugos con la prescripción de la pena? No sólo han sido declarados culpables mediante una sentencia firme, sino que encima luego han evadido el cumplimiento de la pena. La ley, lejos de premiarlos, debería ser más rigurosa con ellos

Y volvemos aquí al planteo inicial.

Es falso el eslogan que dice: "La justicia lenta no es justicia". La realidad es que la justicia, rápida o lenta, siempre es justicia. Y si bien lo deseable es que la justicia sea pronta, sin dudas será mejor una justicia tardía que la impunidad.

(*) Juez en la Cámara Penal de Apelaciones y Garantías de Azul. Autor de los libros "Homicidio insidioso" y "Cómo ganar un juicio por jurados", y del tratado "Nueva teoría del delito (paradigma voluntarista)".

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