Sociedad
A casi 145 años del fin de "La Conquista del Desierto", la campaña militar de finales del siglo XIX a través de la que el estado argentino se apoderó de territorios habitados por pueblos originarios.
13 de septiembre de 2020
POR FRANCISCO BARIFFI
"Quitar a los pampas el caballo y la lanza y obligarlos a cultivar la tierra, con el rémington al pecho diariamente: he aquí el único medio de resolver con éxito el problema social que entraña la sumisión de estos bandidos". Así escribe Estanislao Zeballos en La conquista de quince mil leguas de 1878.
Eran los tiempos de la "Generación del 80". El exterior demandaba alimentos, los estancieros demandaban tierras y, así, entre 1878 y 1885, el estado argentino manifestó su afán expansionista con la llamada "Conquista del Desierto". Esta campaña avanzó por sobre distintos territorios de Buenos aires, la Pampa, Córdoba, San Luis, Mendoza, Neuquén y Río Negro dejando a los pueblos originarios y sus tierras bajo dominio del estado. El objetivo era consolidar un estado-nación potente y, por supuesto, homogéneo. Para esto iba a ser necesario barrer con las diferencias culturales. Se necesitaría una homogeneización lingüística y cultural, y una exclusión económica, política y social de los pueblos originarios, los gauchos y demás sectores periféricos de la población.
"Es por efecto de una ley de la naturaleza que el indio sucumbe ante la invasión del hombre civilizado. La raza más débil tiene que sucumbir a la mejor dotada". Esas son las palabras de Julio A. Roca, quien en aquel momento era Ministro de Guerra, en Apuntes de la cartera sobre la conquista del desierto de 1879. Según la ideología dominante de la época -es decir, según el discurso de la elite señorial que gobernaba el país-, quienes habitaban las regiones codiciadas eran vistos como un obstáculo que era necesario eliminar para continuar con el proyecto nacional. El empleo de la palabra "desierto" ignora las vidas que se desarrollaban sobre aquellas tierras. Esta palabra sirvió para negar la matanza y el desmembramiento de comunidades que en realidad implicaba la operación militar a la que nos referimos. ¿Por qué? Porque no se trataba de un desierto. Y no sólo por el hecho de que algunos de los lugares conquistados eran húmedos y boscosos, sino porque no se trataban de lugares despoblados. En ellos vivían comunidades pampa, ranquel, tehuelche y mapuche. De lo único que estaban desiertos esos lugares era de gente "civilizada", lo que no significó, desde la óptica narcisista de los hombres blancos, un impedimento para su avance expansionista.
Lo que hacía falta era una previa deshumanización y cosificación de aquella otredad para justificar discursiva y psicológicamente el movimiento que se estaba tramando a costa de dichas vidas. Es por eso que también fue necesario constituir el estereotipo de "indio" como el de algo salvaje, inferior y amenazante para los intereses de la Nación. "Quisiéramos apartar de toda cuestión social americana a los salvajes, por quienes sentimos, sin poderlo remediar, una invencible repugnancia", escribió Domingo Faustino Sarmiento. Lejos de considerarse la posibilidad de que formas distintas de vida fueran igual de válidas a las nuestras, cualquier individuo que perteneciera a los pueblos originarios mencionados era etiquetado bajo la categoría de salvaje y considerado como algo indigno, ni sintiente ni pensante.
"Esos bandidos incorregibles mueren en su ley y solamente se doblan al hierro", - Zeballos.
La intención de los gentlemen gobernantes del momento era eliminar a "los indios" para dejar de ser considerados como tales por Europa. Aquí se encuentra la paradoja que señala David Viñas: la retorcida presuposición de que barrer con los pueblos originarios nos volvería humanos, o seres válidos a los ojos de nuestro padre europeo. Sucedió que las voces de los vencedores gritaron más fuerte y, así, se instaló la idea de una Argentina poblada solamente por inmigrantes venidos del viejo continente.
Sin embargo, casi un millón de personas se reconocen hoy en día como indígenas o descendientes de pueblos originarios. Es decir, no todos desaparecieron. Los nativos que sobrevivieron a las policías de tropa (y a la "severidad" y "prohibiciones" a las que Zeballos se refiere en La conquista de 15.000 leguas), fueron apresados y trasladados a espacios de encierro como la Isla Martín García. Allí se los trataba de adoctrinar de distintas maneras, incluso se les cambiaba sus nombres. Más tarde, fueron puestos a trabajar de manera forzada en ferrocarriles, estancias del centro del país, viñedos, plantaciones de caña de azúcar, canteras, o como sirvientes en casas señoriales si se trataba de mujeres y niños. Estos sobrevivientes eran el fondo oscuro con el que contrastaban los integrantes de la Argentina "blanca, cristiana y civilizada" que se anhelaba. Tal como lo expresa la dicotomía fundada por Sarmiento, la civilización tenía que ganarle a la barbarie.
En cuanto a las tierras que se conquistaron, ni los gauchos ni los solados que regresaron con vida de la campaña fueron beneficiarios de la repartición. Más de 41.000.000 de hectáreas fueron "vendidas" a un grupo de alrededor de 550 individuos para desarrollar el modelo agroexportador del país. La mayoría de los nuevos propietarios eran amigos de Roca; apellidos como La Plaza, Newbery, del Carril, Alvear, Shaw, Tornquist y muchos más pueden ser leídos en ¿Quién se quedó con el desierto? (1979) de la investigadora Silvia Cristina Mallo. Según parece, en nuestro país la apropiación de tierras sólo es legítima cuando el favorecido es el sector privado.
Desde que América es América, los intentos de la cultura blanca de sobreponerse sobre los pueblos originarios casi nunca han sido leídos como tales. Hoy -y desde el retorno de la democracia- se produce una tensión entre el racismo y la sangre que se enraízan en nuestra historia y la emergente visibilización de estas comunidades.
Aunque desde el establecimiento de los derechos humanos toda vida sea igual de valiosa por derecho, es decir, en un sentido jurídico, nuestra historia, y nuestro presente, nos recuerdan que no todas las vidas valen lo mismo en nuestra cultura.
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