OPINIÓN

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El rescate del mérito frente a los embates de las simplificaciones

"La justicia está enraizada en las distintas nociones de lugares, honores, tareas, cosas de todas clases, que constituyen un modo de vida compartido. Contravenir tales nociones es (siempre) obrar injustamente". Michael Walzer, Las esferas de la justicia.

2 de noviembre de 2020

Escribe: Eduardo J. Arrubia (*)

En estos últimos tiempos venimos asistiendo a un ferviente debate que divide a la opinión pública entre aquellos que defienden a rajatabla la idea del mérito propio como vehículo para el progreso personal y quienes, por el contrario, entienden que no se puede tomar esta idea como un criterio para distribuir las ventajas en una sociedad determinada ya que al existir altos grados de desigualdad estructural resultaría absurdo pretender que alguien pudiera desarrollarse a través del trabajo o estudio cuando ha carecido de las oportunidades necesarias que hubieran generado el terreno fértil para tal desarrollo. El primer inconveniente que surge en esta polémica es pensar que una u otra afirmación es susceptible de ser catalogada como buena o mala per se dado que el etiquetamiento moral opera como un obstáculo para poder conocer o discernir apropiadamente cuáles son los argumentos y las intenciones con que se sostiene tal o cual postura.

Luego, aparece otro límite cuando estos discursos son utilizados políticamente por quienes encuentran en ellos alguna forma de expresión que los acerque a un electorado con el que buscan generar cierta simpatía.

En este contexto, la meritocracia propone que cada cual sea responsable de su destino. Sólo su propio esfuerzo puede salvarlo, todo lo malo que le suceda será imputado a su falta de esmero o carencia de talento. Por otro lado y en contraposición la idea del mérito aparece desafiada, fuertemente cuestionada. A modo de reacción, se enfatiza la importancia de doblegar la desigualdad social y generar oportunidades dado que no todos los seres humanos nacen con la misma suerte. Así las cosas, este postulado culmina en una banalización del mérito. Entonces, debemos preguntarnos si éste tiene algo que hacer en el seno de una sociedad que se concibe a sí misma como democrática, si el siempre necesario reclamo por la adjudicación de oportunidades para los más desaventajados justifica la negación del valor del esfuerzo y el logro individual en todos los niveles. El debate se despliega como una cuestión de todo o nada, y el mérito se confina a lo más recóndito del posible olvido como si afirmar una cosa implicara negar la otra, como si sostener lo meritorio significara claudicar en la lucha por los derechos y las oportunidades de todos y todas.

Frente a este escenario es menester rescatar el esfuerzo que lleva al merecimiento sin que esto implique como consecuencia ineludible enarbolar las banderas de la meritocracia. Se ha cuestionado al mérito y se ha puesto en tela de juicio cuál es su valor o importancia para el desarrollo de una sociedad democrática e inclusiva. Se viene oyendo la idea según la cual la mayoría de las personas pobres siempre serán pobres por más capaces que sean y la mayoría de las personas ricas siempre serán ricas por más inútiles que sean. Sin lugar a dudas esta premisa revela la cruel realidad de la exclusión y la marginación que tiene por víctimas a un sinnúmero de personas privadas del acceso a bienes tan básicos como la alimentación, la salud, la vivienda, todos ellos vinculados de manera directa con la imposibilidad concreta de desarrollarse exitosamente en el ámbito educativo, laboral y/o profesional y sin que esto pueda ser atribuible a una suerte de pereza personal. No obstante, sostener que el mérito no tiene o no debe tener ningún valor aparece como una expresión exagerada y reduccionista que niega la autorrealización y la posibilidad de desarrollo de aquellos que habiendo tenido la fortuna de algún tipo de oportunidad han decidido esmerarse con múltiples sacrificios en la búsqueda del merecimiento.

El asunto es que el ataque al mérito suele convertirse en el slogan funcional a ciertos intereses desde los que se pretende construir a un enemigo de los vulnerables, y de este modo se mezclan peras con manzanas. Ese es el problema. Una cosa es la meritocracia, es decir, creer que el pobre es pobre porque no se esforzó lo suficiente. Claramente esto es reprochable. Peras. Y otra cosa diferente es sostener que de entre dos o más personas con análoga trayectoria de oportunidades podamos escoger al más meritorio para adjudicar algún tipo de ventaja dentro de la sociedad, lo cual parece una afirmación valiosa. Manzanas. No podemos mezclar peras con manzanas si queremos ofrecer un análisis que permita echar luz sobre lo que realmente ocurre en nuestra sociedad, todo lo cual nos posibilita preguntarnos acerca de qué tipo de diseño estructural necesitamos para una mejor materialización de nuestros derechos a través de las políticas públicas.

Lo cuestionable no es la crítica a la meritocracia, sino la utilización clientelar de esa crítica con el objeto de ponderar a aquellos que sólo son útiles a los intereses de los poderosos sin importar la poca idoneidad o escaso mérito de esas personas. En este sentido, no podemos soslayar que nuestra Constitución Nacional contiene una cláusula de la igualdad en su artículo 16 en la que se sostiene que "...Todos sus habitantes son iguales ante la ley, y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad...". Por supuesto que en un país plagado de profundas desigualdades estructurales no puede razonablemente exigirse tal idoneidad a quienes no han tenido las oportunidades necesarias para cultivarla. Pero este argumento no puede ser manipulado para asegurar los intereses espurios de aquellos que portando una cuota de poder circunstancial deciden deliberadamente no valorar el mérito cuando se trata de considerar personas que han tenido análogo grado de oportunidades. La supresión del merecimiento se convierte en la excusa perfecta para ocultar prácticas políticas que sólo benefician a unos pocos y que asumen el ropaje propagandístico de la protección de los más débiles. Esto habla de la necesidad de pugnar por transformaciones sistémicas dentro del diseño institucional que permitan poner límites a la voraz utilidad de quienes en cada época se benefician por la ficción de ser los legitimados que hablan en nombre del pueblo. En suma, ante un panorama discursivo que desmedidamente refuta la importancia del esfuerzo personal, se impone la necesidad de rescatar en el marco de una cultura democrática aquellas dimensiones del mérito que nada tienen que ver con negar el derecho al desarrollo de los grupos excluidos.

(*) Abogado. Profesor Adjunto en Filosofía del Derecho y Ética de la Abogacía (UNICEN).

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