A SOLO DÍAS DE LA SEGUNDA MARCHA DEL ORGULLO
Mientras esperamos la Segunda Marcha del Orgullo de Azul, que se va a realizar el próximo sábado 8 de enero, desde APOCA, la comisión organizadora, seguimos pensando nuestra militancia.
6 de enero de 2022
Por Francisco Bariffi
Cuando era chico, y se hacía de noche, la ciudad se convertía en el Orbis que había en casa: se cerraba la puerta, el metal crujía, y la luz de la calle empezaba a hornear cada esquina, coloreando las veredas de naranja a medida que el sopor y los bostezos me anestesiaban. Si avanzaba a contramano, me imaginaba cómo se verían las calles si las luces fuesen rojas, como en un pueblo infernal, o azules, como en un pueblo triste. Pero las luces eran naranjas, y el naranja insistía: los atardeceres sofocaban con la misma intensidad, la calle de mi casa estaba marcada por naranjos, y, en la cocina, mi familia hacía mermeladas de naranja y naranjitas en almibar que aparecían enfrascadas en el interior de cada mueble.
Volví a pensar en mi obsesión por el color de la noche hace pocos días. Andaba en bicicleta por la calle Mujica, a eso de las tres de la tarde, y me había distraído con un camino al que nunca le había prestado atención. Tiene un monte extenso por delante, pero queda del otro lado de un portón cerrado a candado. Cuando pegué la vuelta por la misma calle, me crucé con el pibe que habia visto en el camino de ida. Media hora antes, lo había visto jugando en una zanja al costado del hipódromo, revolviendo ramas en el agua, bajo el sol, con no más de diez u once años. Ahora estaba a un costado, sentadito, dibujando con un palo en la tierra, y moviendo los labios como si hablara una lengua que para mi era inaudible. Pensé en el susurro de la imaginación: las palabras que decía sin fijarse en lo que hubiera de fondo, más bien concentrado en todo lo que su cuerpo podía imaginar y percibir mientras el resto del pueblo dormía la siesta.
A la edad de ese pibe, mis amigues y yo queríamos ver si había algo escondido en los lugares que el día hacía ver seguros, controlados y alineados con el orden aparentemente natural de las cosas. Queríamos encontrar el reverso de la ciudad que a simple vista se percibía, no porque hubiese un mundo oculto, un Azul trasmundano, sino porque todo el tiempo llegaban a nuestros sentidos frecuencias y coordenadas de rincones y destinos que antes habíamos ignorado: el diagrama de la ciudad, sus íconos y edificios parecían tener relación con la masonería, se decía que había un túnel entre la catedral y la escuela -con el posible mapa subterráneo que eso implicaba-, la simbología en los pisos del edificio gótico frente a la plaza nos permitían leer referencias a viejos regímenes, interrogábamos a gente muy grande que supiera historias y leyendas de Azul, y salíamos mucho a dar vueltas por las calles. A todas las noches de exploraciones en bicicleta, intromisiones al cementerio o recorridos por los pasillos de la escuela, les habíamos puesto un nombre secreto. Pero, en realidad, no hacía falta encontrar nada particular para producir, a medida que nos hundíamos en la noche, una revolución del mundo nocturno que ya no solo percibíamos en tonos de naranja.
Notábamos sin saberlo la diferencia entre una vida prefigurada por las formas de la normalidad, en que las cosas se mantienen estancas y marchitas, y una vida en que se buscan creativamente otros modos de percibir las cosas, de vincularse, de habitar el espacio, y de utilizar el lenguaje, los objetos y el cuerpo. Pero la normalidad también nos daba forma desde adentro. El bombardeo de proyectiles incandescentes pintaban de un mismo color los uniformes que usábamos, las fiestas en los clubes deportivos, los boliches, y, por supuesto, los modos en que teníamos que vivir nuesrtos cuerpos y sexualidades. Si, en vez de salir, agarrábamos la bici, se hacían posibles los exilios al afuera de la luz. Por fuera del cerco de cables eléctricos que rodeaban la ciudad, se veía la aureola de oxido que obtura las estrellas. Necesitábamos sumersiones a kilometros de profundidad en caminos de tierra para ver el espacio con más claridad. La sombra arbolada del parque, cuando estaba solo y dormido, también era un afuera de la luz, y un lugar de retiros en solitario. Había quizás un auto al costado del arroyo, algún que otro perro vagabundo, un amante subterráneo. Y esas eran las interrupcione suaves y silenciosas que yo encontraba. Les seguía el reingreso a las calles de un solo color: la misma cola en el mismo boliche, las botellas rotas, algún grito, y la luz azul de los patrulleros que laceran el naranja para controlar lo que se hace bajo la atmosfera de colorida mismidad.
Lo supimos de chicxs, y lo recordamos de grandes. Fluyendo siempre que lo policiaco no lo condensa, se ubica lo queer: las metamorfosis prohibidas que escapan a las oscilaciones electromagnéticas de la luz totalizante. Con el tiempo, en nombre de esas transformaciones, volvieron a iluminarse cosas diferentes bajo el éter pigmentado de la noche azuleña: aquelarres en casas de barrio, carnavales entre los árboles paganos del Callvu, paseos sin caminos, noches sin registro, afecto a la intemperie, y, con cada una de esas salidas, el desvío de las calles que llevaba impresas en el cuerpo. El deseo, en vez de aprisionarse en lo profundo de unx, puede direccionarse hacia otros cuerpos, pero también hacia las calles, los sonidos, el color, los movimientos; los aullidos y drogas de las poblaciones nocturnas, el desdibujamiento de las máscaras, el fluir del arroyo, las pulsiones irracionales de lo viviente, el redescubrimiento de las fantasías olvidadas, el hallazgo de otros Azules en el mismo Azul de siempre, y el naranja que cada tanto se disuelve en atmósferas coloridas, estrellas o tormentas, y en la posibilidad de abrirse a los destinos alternativos de un mapa que se dibuja al andar.
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