27 de agosto de 2023

MARCOS DELUCA

MARCOS DELUCA . "En el mercado de pulgas no existe la monotonía"

Cuando estaba en séptimo grado, en un local a medio terminar de su padre, empezó con un canje de revistas. Fue la primera etapa de "Tío Rico". Aprendió, paso a paso, el oficio que lo acompaña desde hace más de cincuenta años. Hoy continúa al frente del mercado de pulgas Gilgamesh, rodeado de millares de objetos del siglo XIX y XX. En una entrevista con EL TIEMPO, afirma: "Las cosas más insólitas se coleccionan... Cada loco con su tema".

El mercado de pulgas Gilgamesh es una suerte de microclima dentro de la ciudad de Azul. Una forma de "volver al pasado". Donde uno fija la vista, halla un artículo antiguo, naturalmente, aunque la cantidad de objetos resulta imposible de determinar. ¿Diez mil? ¿Cincuenta mil? ¿El doble? Llevaría años obtener ese dato. Ni siquiera lo ha podido hacer su propietario, Marcos Deluca.

Hoy tiene 65 años de edad y sobre sus espaldas cargan cincuenta y cuatro al frente de lo que, en un principio, fue un canje de revistas, hasta que en 1999 resurgió como mercado de pulgas. Marcos Deluca es azuleño. Nació el 9 de julio de 1958. "Ahí enfrente", dice, señalando desde la puerta de su negocio hacia el Sanatorio Azul.

Uno puede pasarse -cuanto menos- un par de horas si se detiene a observar cada artículo expuesto en las tres vidrieras, en avenida Mitre y Lavalle. "Tuve el negocio enfrente, en avenida Mitre 955, durante cincuenta años. Ahora hace cuatro años y algo que estoy acá", recuerda Marcos, en la entrevista con EL TIEMPO.

Para cada artículo hay una historia. Marcos las narra espontáneamente; a menudo, ni siquiera hace falta preguntarle. También revela cómo se decidió por el nombre con el que bautizó a su mercado de pulgas. "Éramos un grupo que nos juntábamos en el taller mecánico de mi cuñado Ricardo Tolosa -donde ahora está Marek-. Todos los viernes, como la mayoría de los talleres de esa época, teníamos peña. Por esas cosas de la vida, mis compañeros empezaron a fallecer. Algunos, muy jóvenes. Luisito Lagos en un accidente; los hermanos Ballota, que tenían relojería, mi propio cuñado, a los 44 años. Éramos doce o trece los que nos juntábamos. Al final, de todo el grupo habíamos quedado dos: el gordo Adolfo Mendiondo y yo. Siempre hubo mucho humor negro entre nosotros y nos cargábamos. 'Preparate el bolso que el Barba me dijo que te toca a vos'... Y la mayoría de las veces lo decíamos cuando nos encontrábamos en el hospital, porque los dos teníamos nuestros problemitas... Un día él falleció y quedé solo, de aquel grupo. Teníamos un amigo común: el odontólogo Gustavo Romeo. Nos veíamos siempre en el café Kapañuma, pegado a la galería Piazza -antes se había llamado Magoya-. Una vez que lo llamé a Romeo y le dije: habla 'el último de los mohicanos'. Ahí le comenté que había fallecido Adolfo. Dándole vueltas a este negocio, en las que había pertenencias de ellos, que me habían regalado -es como que soy el tenedor de todas esas cosas que fueron de mis amigos y a esas no las vendo-, no daba para ponerle 'El último de los mohicanos'. Busqué algo por el estilo. Me acordé de Gilgamesh, que es una de las primeras leyendas que hay, de un rey al que se consideraba inmortal. Así, finalmente, elegí el nombre para el negocio, porque mi idea es que funcione como museo a la vez. Quiero que todo esto no se pierda".


"En horarios diurnos, en los que yo no iba a la escuela, con cuatro cajones empecé a canjear revistas. Generalmente me cambiaban dos por una; así fui armando el negocio", dice Deluca. NACHO CORREA

Deluca menciona que "en el negocio llevo cincuenta y cuatro años. Abrí en el año 1969. Los treinta primeros años se llamó 'Tío Rico' y, principalmente, era compra, canje y venta de revistas. En el '69 mi hermano se fue a estudiar a La Plata. A mí me gustaba mucho leer. Eran otras épocas. No me daba para pedirle a mi viejo plata para comprarme las revistas, porque había otros gastos más importantes. Él estaba haciendo el local para alquilarlo; no estaba terminado, no tenía luz. ¿Qué hice? En horarios diurnos, en los que yo no iba a la escuela, con cuatro cajones empecé a canjear revistas ahí. Generalmente me cambiaban dos por una; así fui armando el negocio, más como un hobby. Pero toda la vida seguí con eso. [Risas] La revistería luego se transformó en un kiosco, después en un polirrubro y llegué a ser mayorista de muchos de los artículos que vendía, ya en los años ochenta. En el '89 bajé la persiana porque ya no se podía más [por la hiperinflación] y volví a abrir, sin nada, en el '99, pero ya con el mercado de pulgas", narra, en rápida secuencia, su historial en ese comercio.

Recién entonces relaja y empiezan los detalles; algunos, pormenorizados. "Paralelamente al negocio, siempre tuve otros trabajos. Estuve diez años en el Banco Nuevo, tres en el Provincia, dos en el Galicia, fui inspector de caja de jubilaciones, trabajé en la cantera El Peregrino, en el hipódromo, en el Jockey Club. Siempre tuve dos o tres trabajos. También estuve en muchos boliches. Ya a los catorce años, de borrego, trabajaba con Alfredo Pucheu en Tanzecke -después lo tuve yo, en sociedad-. Tuve el buffet del Club Bancario, en el '86. Hice un poco de todo, pero hay otro tema conmigo: a mí me gusta la novedad", algo que puede sonar raro viniendo de alguien que comercializa antigüedades, pero de inmediato lo aclara: "Cuando ya aprendí todo en algo, me empiezo a aburrir".

El oficio de bancario lo vivenció en carne propia, pero además conoció a antiguos empleados del Nuevo Banco. Uno de ellos -como detallará más adelante-, que atendía la caja con un revólver calzado a la cintura. "En el Banco Nuevo -recuerda Marcos- empecé haciendo el control de cajas. Les hacía el control a los cajeros para que, al cabo del día, les diera bien la caja. Después terminé haciendo todos los sectores del banco. Y también trabajo extra bancario: manejaba la microfilmadora, hacía el laboratorio de revelado de la microfilmadora y hasta llegué a hacer el service, porque me gustaba conocer, aprender. Pero cuando una cosa ya se volvía monotonía, no iba más conmigo. Y acá, en el mercado de pulgas, no existe esa monotonía. Siempre digo que el programa 'El precio de la historia' me 'robó' el latiguillo a mí, porque soy más antiguo que ellos. Siempre dije acá, antes de que apareciera el programa de televisión, que yo abro el negocio y no sé qué me van a venir a ofertar. Y menos sé qué es lo que voy a vender, si es que vendo algo. Por ahí vendo alguna cosa que hace treinta años la tengo, como por ahí se vende algo que acaba de ingresar. Esto es así de particular".

Rodeado de innumerables objetos del siglo XIX y XX, Marcos Deluca, de ese modo, se ríe de la rutina. A pedido para unas tomas fotográficas, vamos de un salón a otro, mientras Marcos va en busca de algo. Aún no sabemos qué, hasta que lo alza y expone. Uno de los objetos más preciados por él, lo exhibe ante el fotógrafo: un casco Adriano, de bombero, construido en bronce, "de la época de Mitre", dice, al referirse a cuando formó un cuerpo de bomberos voluntarios, luego de su presidencia, en enero de 1872.

Después piensa, Marcos, como consecuencia de una pregunta. "Te voy a decir por qué es imposible decir cuántas cosas hay en este mercado de pulgas. Por hablar de un solo rubro: monedas. Entre los muestrarios, frascos, exhibidores de hilos de coser que también están llenos, hay miles. Con los billetes pasa exactamente lo mismo. ¿Estampillas? Es el día de hoy, desde hace cincuenta y cuatro años que tengo el negocio, que no las pude organizar del todo. Mi viejo coleccionó estampillas toda la vida. Yo también; pero hay cajas llenas en los estantes; hay pilas y pilas".

Luego explica que "cada rubro tiene una numeración. Estuve viendo el de los libros, el otro día, y voy por el dos mil seiscientos y pico. ¿Revistas? Ni hablar, porque ese fue el fuerte mío toda la vida. Lo mismo pasa con los vinilos. Hay una pared completa. Conozco de música porque fui disc-jockey, por eso hay de todos los ritmos. Había días en Tanzecke, por ejemplo, que la gente iba a escuchar jazz, o folclore. No iba a bailar".

Al existir tanta cantidad de artículos, y de distintas épocas, ¿cómo se llega a una tasación? En ese sentido, Deluca explica que, "en casi todos los rubros, hay 'figuritas' difíciles y son las que más valen. Si hablamos de coleccionismo cervecero, por ejemplo, por ahí una fábrica chica. Hay mucha gente que colecciona la botella de gres. Están quienes le dicen 'de barro', pero no lo es. Esas botellas llegaban desde Inglaterra o Alemania, en los barcos que venían por trigo y animales. Venían como lastre en los barcos. Cuando entraban en el Río de la Plata, algunas veces las tenían vendidas y otras veces salían a ofertárselas a las distintas fábricas. Cuando no las podían vender, las terminaban tirando al fondo del río. Esas botellas eran vírgenes y cada uno le ponía su etiqueta. Las fábricas más grandes ya mandaban a hacer sus propias etiquetas y, en esa época, era de una loza que iba adherida a la botella. La mayoría de las veces esas etiquetas son celestes o negras. De acuerdo a la magnitud de la cervecería, era la cantidad de envases que tenían. Como pasaba con las soderías, en todas las ciudades había una cervecería. No era que estaban sólo en Buenos Aires. En el siglo XIX había acá, en Olavarría, en Benito Juárez, hasta en los lugares más chicos. Precisamente, por las botellas de algunas pequeñas fábricas pagan fortunas, porque no se consiguen. Hay gente que las busca y ha llegado a ofertar un disparate de plata". Existen catálogos de botellas de gres, con todos los detalles que interesan a coleccionistas.


Marcos Deluca y uno de sus artículos preferidos: el casco de bombero voluntario de 1872.

"De monedas y billetes se han ido haciendo catálogos, pero de otros artículos no", confirma Marcos. "Yo ayudé a una persona de Tandil a catalogar un rubro. Cada vez que entraba una lata de esquila, me tomaba el laburo de copiar el dibujo y le mandaba toda la data. Finalmente pudieron hacer el catálogo. Las fichas de esquila se usaban cuando iba el esquilador al campo a esquilar las ovejas. Si en un campo había tres mil ovejas, no iban a estar detrás de cada una pagando. A modo de control, se daba una ficha, un vale; cuando iban por cinco ovejas, se cambiaba el vale por uno de cinco, así iba creciendo a diez, cincuenta, cien... A su vez, el esquilador podía ir al boliche del campo a comprar los 'vicios', como se llamaban -galleta, yerba, carne-, con esas latas de esquila. Ese sistema se usó mucho, también en la recolección de frutas, en la pesca, hasta vi una de Cantera La Movediza; inclusive se usó en los prostíbulos de aquella época [fines siglo XIX, principios del XX] y llegó a haber de cabelleras de indios. Un horror, pero existió. El sistema de fichas fue muy común, para no manejar el dinero directamente. Eso se hizo muy coleccionable, sobre todo la de esquila en sí. Desde hace quince, dieciocho años, se hizo muy popular".

Rodeado de retazos de historias de variada índole, mire por donde se lo mire al interior del mercado de pulgas, Marcos afirma que "cada rubro tiene sus cosas. Yo conozco algunas, no todas. Por ahí aparece algo de lo que no tengo idea y debo preguntar" porque, en efecto, esa precisión es parte del oficio.

¿La clientela hace al negocio? En este caso, puede advertirse algo de ello. Deluca admite que, también, es una caja de sorpresas el mercado de pulgas. "No sabés lo que van a venir a buscar. Puede aparecer alguno que está organizando algo y necesita artículos de cierta época. O aparece alguien que está haciendo una tesis sobre un tema, por ejemplo cine. Durante mucho tiempo vino un alemán buscando todo lo referido a irradiación. Estaba obsesionado con eso. Y acá, en Azul, se hacía la malta irradiada, algo que después se prohibió. Tengo la etiqueta de la Cervecería Piazza, de todas las cervezas que hacían, incluso la irradiada". La observamos, tiene el logotipo de un rayo blanco y rojo, y la clásica tipografía de la fábrica azuleña, sobre un fondo marrón muy oscuro.

"Hay gente que es coleccionista de determinadas cosas: latas, monedas, dedales, botones, plumas, prendedores, llaveros, lapiceras, figuritas, patentes, artículos gauchos, llaves California, botellitas en miniatura, cámaras fotográficas, postales. Así, infinidad. Las cosas más insólitas se coleccionan. Cada loco con su tema". [Risas]

Naturalmente, la historia del mercado de pulgas Gilgamesh tiene un principio. Deluca rebobina hasta 1969. "Ese año abrió el canje La Bolsa. A la semana, abrí yo, acá enfrente. Y también estaba Alta Gracia. La Bolsa y yo éramos pura y exclusivamente canje de revistas. Alta Gracia era una mercería y kiosco que tenía unos estantes con revistas. Mis primeros tres o cuatro años fueron de canje de revistas y libros. La primera compra de golosinas se la había hecho a Daher, que era proveedor de caramelos y pastillas. Después compré los alfajores Jorgito al viejo Pardeilhán. Me quería mucho. Él también había sido bancario, en las primeras épocas del Banco Nuevo, y me contaba que atendía la caja con el revólver calzado en la cintura. Otras épocas... [Risas]. Ellos fueron mis primeros proveedores. Y después estaba el de las revistas, Roberto López Camelo. Era de Remedios de Escalada. Venía una vez por mes, en una Estanciera cero kilómetro -en el setenta, más o menos-, y me traía los Cancioneros, que venían con las letras de las canciones. Pero también le compraba la Sibila, que era para la interpretación de los sueños. Caía uno que había soñado con víboras y ahí tenía el dato para jugarle a la quiniela. [Risas] También le compraba todos los libritos de la editorial Cayme, de manuales de autos, aunque publicaban otros libros: para leer la borra del café, magia blanca y no sé de cuántos otros colores..., tarot, todo del estilo del ocultismo, y era medio bravo vender esas cosas en aquella época [1970]. Eran un tema tabú. Ese vendedor me quería mucho. Ya era un hombre grande y yo, un pibito. Tenía doce, trece años, en ese momento. Además, pelaba del bolsillo y le pagaba, nada de pedir fiado o esas cosas. El tipo veía todo eso. Después, cuando empezó con problemas de salud, no viajó más, pero me hizo contacto con el lugar donde él compraba, en Buenos Aires".


¿Qué busca la clientela del mercado de pulgas? "De todo", dice Deluca: "Hay gente que es coleccionista de latas, monedas, dedales, botones, plumas, prendedores, llaveros, lapiceras, figuritas, patentes, artículos gauchos. Así, infinidad". NACHO CORREA

Desde entonces, empezó para Marcos Deluca otra etapa en su experiencia comercial, aunque tuviera sólo catorce años de edad. "Ese proveedor, que ya no viajó más en su Estanciera, me dijo que compraba en la revistería Oscar y que, a los dueños, ya les había hablado de mí. Era de los hermanos Julio y Dante Crotolari, y estaba en Salta al 1800, frente a los garajes de La Costera Criolla. Yo me bajaba del colectivo, caminaba una cuadra y media, y estaba ahí. Los Crotolari eran de Bolívar. Julio había estado jugando acá, en Azul Athletic, así que busqué algunos datos del fútbol -que no me interesa- como para darle charla, pero el tipo ni bola. Pero el negocio era el negocio. Y yo iba, con catorce años y los bolsillos llenos de plata, a comprarles al por mayor. Eran fardos que traían cien revistas. Con el tiempo, logré que me las fraccionaran, porque eran veinte números repetidos -con cinco números ellos hacían un fardo-. Así pude traer más variedad. Eran todas las devoluciones de las distribuidoras, como acá Albertelli; lo que no se vendía, volvía a la editorial. Y la editorial las sacaba para salvar la tinta y el papel. Se las vendían a los Crotolari, que eran los bolseros. Como no eran revistas de actualidad, no perdían vigencia. No se sabía cuál era la nueva y cuál la vieja. Eso se sabía con las Patoruzito, El Tony y tantas otras. Pero no con un Pato Donald, las novelitas de Corín Tellado y las de Bruguera, que tenían la fecha de impresión, pero no la de salida. Eran revistas de aventuras, de chistes, novelas. Eso, nuevo, salía mil mangos, por decir un número. En esa distribuidora no llegaban ni al diez por ciento. Yo las traía y se podían vender a mitad de precio. Eran revistas nuevas, en definitiva, que habían ido a devolución. Así empecé con esas revistas, a los catorce años, solo, en Buenos Aires. Hacía la compra y, acarreando los fardos, despachaba por ferrocarril para Azul. En esa época había mucho consumo de revistas. Gente que se llevaba treinta, cuarenta revistas, para toda la semana, porque vivía en el campo. Así pude tener, continuamente, material nuevo, impecable".

Mientras Tío Rico se ampliaba, paulatinamente, "a los catorce años trabajé con mi tío, el martillero Antonio Héctor Deluca. Le ayudaba en los remates a lotear, a organizar. Así se va adquiriendo mucho conocimiento, se empieza a reconocer maderas, cristal; una loza, si es berreta o buena. Cuando abrí este negocio, desde los once años venía coleccionando billetes, monedas y estampillas, fui conociendo el tema. Así con cada cosa. Lamentablemente, ahora veo que los chicos no quieren aprender. Antes la gente de empeñaba en hacerlo bien. Si estabas en un trabajo, lo querías hacer de la mejor manera; ahora quieren cobrar y no les importa si lo hacen bien o mal. Me ha pasado en cafés, donde no sirven bien los mozos jóvenes, no saben preparar un Cinzano con Fernet, ni un cortado. Una vez pedí un whisky y me lo trajeron en un vaso Martona, que no es para eso. Eran estudiantes de la Facultad de Agronomía que se las rebuscaban como mozos, tenían otros objetivos, pero el oficio no se aprende. Antes queríamos aprender. Ha cambiado mucho eso. En otra época estaban los aprendices. No existe más eso, si bien es cierto que en algunos casos los explotaban, las cosas clave no se las enseñaban nunca y no les pagaban".

Deluca refiere, en otro tramo de la entrevista, que "hubo un colega que me enseñó mucho. Tenía local en San Telmo. Falleció hace un tiempo. Viajaba mucho a Estados Unidos y decía que todos los kilos que podía traer, los traía en libros. Siempre estaba leyendo, estudiando. Cuando se dedicó a esto, lo tomó como una profesión, no como un hobby. Él entraba a un galpón, veía un platito y sabía si valía o no. Héctor Feliay se llamaba. También me enseñó cómo limpiar, o cómo restaurar si era necesario. Uno de los últimos negocios que tuvo se llamó Vitrinas, pero le había cambiado dos veces el nombre. Aprendí mucho con él, fueron muchos años de contacto permanente".

Pero, como si fuese también parte del oficio, "nadie es profeta en su tierra", admite Marcos. "Yo acá en Azul debo vender el tres por ciento. La gente de Azul va y compra en San Telmo. A veces, lo que yo le vendí al de San Telmo. Y allá paga tres veces más..." [Risas] "Tengo clientela de Olavarría, Tandil, Mar del Plata, en cantidad; pero de Azul, muy poco. Alquilar, no alquilo. Y las veces que presté algo, no me fue muy bien", dice, mientras recuerda cómo uno le "perdía" un programa original, en papel rosado, muy antiguo, que anunciaba la presentación de Luis Sandrini en Azul. Y otro caso que, en un descuido, alguien deslizó los dedos para hurtarle un billete de 500 mil australes, de reposición; es decir, los de mayor valuación actualmente en el mercado. Así, entre los diversos catálogos que existen en el mercado de pulgas Gilgamesh, también hay uno, aunque tallado en la memoria de Marcos Deluca, de "todos los que me 'garcaron'. Caso por caso".

Pero además de esos ingratos momentos con gente que conoce de Azul, Deluca dice que "también hay otra cosa en este negocio: muchos de los grandes coleccionistas que hubo en Azul se han ido muriendo. En una época, tenía unos cinco veteranos que venían todo el tiempo a pedirme la revista El alma que canta y el Canta claro. Uno de ellos, y de los pocos que habían ido quedando, era el 'Pampa' Guedes, que hacía la inspección en los colectivos. A unas revistas que ellos querían, no las podía conseguir. Había un hombre, de apellido Aducci, flaco, cabeza de fósforo y bigote, que andaba en una Peugeot de las viejas. Vivía en Barrio del Carmen. Debo haber ido quince veces hasta su casa, porque era el que las tenía. Me había vendido varias cosas, él andaba mucho en los remates, pero a las revistas no me las quería vender. Un día, no sé si porque lo repodrí con esas revistas, pero me las vendió. Era una caja grande, había muchísimas. ¡Me mató con el precio! [Risas] Como si hoy fuesen mil mangos por cada revista... Bueno, el que quiere celeste, que le cueste... Yo, no las podía conseguir. Las traje al final, pero, para ese entonces, ¡se me habían muerto todos los que me las habían encargado...! De esto hace como veinte años, y algunas todavía tengo por ahí", dice Marcos, finalmente, mientras señala con un manotazo al aire una estantería repleta de revistas clásicas, de los años cuarenta y cincuenta que, quizás, en algún momento, encuentren un coleccionista a su medida.

"Siempre dije acá, antes de que apareciera el programa de televisión 'El precio de la historia', que yo abro el negocio y no sé qué me van a venir a ofertar. Y menos sé qué es lo que voy a vender", admite Marcos Deluca. NACHO CORREA


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