23 de octubre de 2025

OPINIÓN

OPINIÓN. El mito letal de las falsas denuncias: cuando el antifeminismo mata

El caso de Pablo Laurta, que asesinó en Córdoba a su expareja Luna Micaela Giardina, a la madre de ella Mariel Zamudio y al chofer Martín Palacio, no es sólo un crimen aberrante. Es un espejo brutal de nuestra época: una sociedad que naturaliza la misoginia, desacredita las denuncias de las mujeres, y permite que hombres con antecedentes de violencia actúen impunemente bajo el relato perverso de las "falsas denuncias".

Por Dra. Moira Goldenhörn

Laurta no fue "un loco suelto". Fue el mejor exponente de la ideología imperante y que cada día cobra más fuerza: un militante activo de colectivos de "varones antifeministas", parte de una red regional que se presenta como "defensora de los derechos de los hombres" pero que en realidad propaga un discurso de odio hacia las mujeres y hacia el feminismo. Desde esos espacios -como Varones Unidos y otros grupos similares en redes- se difunden teorías conspirativas, se hostiga a activistas feministas, se pone en duda cada denuncia de violencia, y se construye un relato de victimización masculina donde los agresores son los "verdaderos oprimidos".

Su militancia no era anecdótica. Era ideología. Cuando Laurta ejecutó su plan, lo hizo después de haber acosado, amenazado y denunciado falsamente a su expareja, desoyendo las medidas judiciales. Cruzó el país para matarla junto a su madre, frente a su propio hijo, y luego asesinó al chofer que lo había ayudado, para borrar su rastro. Ese crimen no puede leerse como un hecho aislado: es el producto de un sistema de creencias que banaliza el odio a las mujeres, y de un Estado que mira para otro lado.

El discurso del odio: "feminazis", "no me representan", "ellas mienten"

En los últimos años, los movimientos antifeministas han perfeccionado su lenguaje. Ya no necesitan encapucharse ni proclamarse violentos: su violencia se disfraza de opinión. Desde redes sociales, radios y cafés cotidianos se repite el mismo mantra: "las mujeres exageran", "hay muchas denuncias falsas", "no todas son víctimas", "feminazis", "no me representan".

Detrás de esas frases se esconde una operación cultural más profunda: desacreditar al feminismo como sujeto político impulsor del cambio social evolutivo. Porque si el feminismo no representa a las mujeres, entonces las mujeres no tienen representación. Y si las denuncias se perciben como mentiras, entonces el Estado ya no tiene a quién proteger. Así, se va instalando una narrativa inversa: los violentos pasan a ser "padres injustamente perseguidos", las víctimas se vuelven sospechosas, y el poder judicial -ya de por sí de llegada lenta para la reparación y prevención y aún con una impronta patriarcal- encuentra el pretexto perfecto para no intervenir con un triste laissez faire formalista.

Mientras tanto, nadie habla de los "machinazis". Aunque cada día un varón asesina a una mujer en la Argentina, aunque las cifras oficiales muestran que no hay evidencia estadística de denuncias falsas en violencia de género, aunque la Corte Suprema registra una víctima de femicidio cada 27 horas, el discurso social sigue midiendo con doble vara: el odio de los hombres se llama "libertad de expresión"; la defensa de las mujeres, "fanatismo".

Estado ausente, misoginia organizada

El triple femicidio de Córdoba ocurre en un contexto político de retroceso institucional.

Mientras se desmantelan programas contra la violencia, se desfinancian áreas de género y se propone eliminar la figura de femicidio del Código Penal, los movimientos de varones antifeministas avanzan, tejiendo redes de influencia y financiamiento. Lo que antes era marginal y hoy encuentra eco en discursos oficiales, en periodistas que relativizan el problema y en jueces que aún se resisten a aplicar la perspectiva de género. La consecuencia es letal: la ausencia estatal se combina con la presencia organizada del odio.

Nombrar para comprender: el femicidio vinculado

La ley argentina reconoce el femicidio vinculado como la forma de homicidio que se comete para castigar o dañar a una mujer, o para asegurar la impunidad del femicida.

El asesinato de Martín Palacio, el chofer que Laurta utilizó y luego eliminó, se inscribe en esa categoría: fue un crimen instrumental, ejecutado para consolidar el plan violento. No un daño colateral, sino parte del mismo entramado misógino que acabó con tres vidas.

Nombrarlo es necesario. Porque nombrar también es hacer justicia. Habilitar la existencia del problema y hablar de lo que nos ocurre es el principio de la solución.

La mentira que mata

La creación ideológica sobre las "falsas denuncias" no es una mera exageración sin consecuencias. Es una mentira que mata. Es el mito machista por excelencia que sirve para deslegitimar el dolor, para impedir que las mujeres busquen ayuda, para debilitar las redes de confianza entre víctimas e instituciones. Es la versión contemporánea de la vieja sospecha patriarcal: "algo habrán hecho".

Pero hoy ese mito tiene hashtags, influencers, chistes, memes, financiamiento económico para sus ideólogos y militantes y también estrategia política. Y como todo discurso de odio, termina en sangre.

Es el mismo mito imperante que desacredita las denuncias por violaciones que los reclamos por cuota alimentaria y las denuncias de abuso sexual sobre los hijos que efectúan las madres protectoras. Pero lo esencial parece ser invisible a los ojos de jueces, juezas y camaristas. Lamentablemente, este mito machista está impregnando la jurisprudencia más reciente.

Epílogo

Negar la perspectiva de género en el análisis social y judicial de este tipo de situaciones no es neutralidad ni un acto de justicia: es ser cómplice de la violencia. Pablo Laurta encarnó con violencia lo que miles de varones repiten con palabras: que las mujeres exageran, que las madres manipulan a los hijos, que las víctimas mienten. Hasta que nuestra sociedad entienda que esas frases no son opiniones sino el preludio del crimen, la violencia seguirá multiplicándose. Porque mientras nos reímos de las "feminazis", los machinazis siguen matando. ¿Cuándo llegará el día en que los varones de bien digan en voz alta "éstos no me representan"?

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