14 de octubre de 2025
El azuleño Juan Butler era apenas un adolescente cuando un "pitido" le cambió la vida. Pasó más de una década y media en silencio, aprendió a leer los labios y volvió a oír gracias a un implante coclear.
PUBLICADO POR INFOBAE | Fue en la ciudad de Azul a comienzos de la década del noventa. Juan estaba cursando -no recuerda si primero o segundo año del secundario- cuando volvió de una fiesta de 15 y sintió un 'Piiiiiiiii', que le duró varios días. Ya le había pasado otras veces, pero esta vez el zumbido no se fue: "Al principio pensé que era por el volumen de la música. Me acuerdo de que llegué tarareando 'Loco tu forma de ser' de los Auténticos Decadentes. Hasta el día de hoy mi mamá no puede escuchar esa canción: poco después dejé de oír".
¿Te quedaste sordo?
-Sí. Estuve 15 años sin poder escuchar.
-¿Había antecedentes en tu familia?
-Nada. Cero. Me hicieron un montón de audiometrías y estudios, pero nadie sabía de dónde venía la pérdida. Tiempo después, mi hermana más chica -a la que le llevo quince años- también perdió el oído.
-¿Y cómo hacías para comunicarte? ¿Tuviste que aprender lenguaje de señas?
-No, porque como ya hablaba, nunca fue necesario. Lo que hacía era leer los labios. Siempre avisaba: "Hablame despacio, que soy sordo". Una vez se lo dije a una moza en un bar y me respondió: "Pero no tenés cara de sordo". Y yo le contesté: "¿Y cómo es la cara de sordo?".
Juancho después de colocarse el primer implante coclear en 2008. En la imagen lo acompaña su gran amigo Nando (de blanco a la derecha) y su hermano, Nicolás
Vivir en silencio
"Juancho" Butler, como lo conocen todos, tiene 46 años y es el mayor de seis hermanos. Nació en Capital Federal, pero antes de que cumpliera cinco su familia se instaló en Azul, provincia de Buenos Aires, donde su madre tenía "un pequeño campo que había heredado". Allí, entre árboles y caballos, pasó casi toda su infancia y adolescencia.
Semanas atrás, su historia se hizo conocida cuando llamó al programa Olvidate de todo (Urbana Play FM 104.3) para responder a una consigna acerca de coincidencias. Lo que empezó como una anécdota al aire terminó convirtiéndose en un testimonio que sorprendió a más de un oyente, incluso a varios azuleños que luego replicaron su relato en los portales locales.
Ahora es un jueves de primavera y Juancho está sentado en un café de Avenida Cabildo y Olleros, la locación elegida para la entrevista. Mientras conversa, se quita uno de los implantes cocleares y lo apoya en la palma de su mano. "Cuando me lo saco dejo de escuchar", explica. Uno se lo colocó en 2008 y el otro en 2017. "Solamente dejo de usarlos para dormir. Todas las noches es un acto de fe. He vivido solo en el campo... Si entraba un ladrón, se le podía caer un juego completo de vajilla al piso y yo no me iba a enterar", dice.
Antes de empezar a contar su historia, Juancho saca una birome y un anotador del portafolios. Traza una línea de tiempo que arranca en 1978 (año en que nació), y, a medida que avanza el relato, anota fechas y palabras clave. Como si todavía necesitara apoyarse en ese recurso que alguna vez le sirvió para no perder el hilo de una conversación. "Secundario", escribe y enseguida vuelve a la adolescencia, a las aulas de su colegio en Azul, cuando dejó de oír.
"Pasé de sentarme en las últimas filas a ocupar el primer banco. Hacía lo que podía. Si el profesor se daba vuelta para anotar y hablaba de espaldas, perdía", dice. "Usted, ¿por qué no toma nota?", le preguntaban. "Porque no oigo", respondía. Algunos maestros incluso llegaron a citar a su madre para decirle que su hijo "se hacía el sordo".
"Me daba vergüenza usar los audífonos"
Después de ese pitido que sintió al regresar de la fiesta de 15, las consultas médicas se multiplicaron. Primero en Azul, con otorrinos que le hacían audiometrías sin encontrar una causa clara; después en Buenos Aires, en los pasillos del Hospital Británico. "Dios está en todos lados, pero atiende en Capital Federal", repite, citando el dicho popular. Hasta que un médico le dijo, sin rodeos: "Hijito, tenés que usar audífonos". "Fue un sacudón", recuerda.
Aunque sus padres le compraron los dispositivos, Juancho los llevó durante años en el bolsillo: "Eran ruidosos y se acoplaban. No me animaba a ponérmelos: me daba vergüenza. Encima era la época del boom de las fiestas, de los encuentros en el parque... Tuvo que pasar un tiempo hasta que empecé a usarlos". Para ese momento -dice ahora- escuchaba apenas un cinco por ciento de un oído y un ocho del otro. "Por más que me colocara los audífonos, si me hablaban de atrás, no entendía nada. Había perdido la 'discriminación de la palabra'", explica en referencia a la capacidad para entender los sonidos y palabras, distinguiendo entre ellos, incluso cuando son muy similares.
Todo ese universo, sin embargo, no le era tan ajeno. "Cuando nos mudamos a Azul, mi vecino, que tenía mi misma edad, también era sordo y usaba unos audífonos enormes. Se llamaba Nacho. Al principio, me acuerdo de que lo miraba con curiosidad. Después nos hicimos amigos y venía a dormir a casa. Pasamos de que en el primario su mamá viniera a pedirme los deberes, a que yo ya no pudiera ayudarlo", cuenta.
Los últimos tres años del secundario, Juancho se cambió a uno público, con menos carga horaria. Cursaba por las mañanas y, algunas tardes, viajaba en colectivo hasta Olavarría, al Centro Real Morelo, donde aprendía lectura de labios. En paralelo, -cuenta- comenzó canalizar la energía en el deporte. "Empecé a amansar caballos y a entrenarlos para Polo, me enseñaba mi papá, que se dedicaba a otra cosa, pero le gustaba. Fueron años de gran retraimiento. Siendo un chico muy sociable, me metí para adentro. No me quedó un mal recuerdo del secundario, de hecho egresé en tiempo y forma sin llevarme ni una materia; pero seguramente me sobreadapté", agrega.
En el campo con su madre, Ana, pilar fundamental en su vida
Sus días en Capital Federal
Después de terminar el secundario, como la mayoría de las personas que viven en el interior, Juancho tenía dos opciones: ir a estudiar a Buenos Aires o a La Plata. Como en Capital estaban sus abuelos, resolvió venir para acá. Pero antes de instalarse en CABA, la vida le hizo un desvío inesperado. "Terminé viajando a Alemania en un avión de carga con treinta caballos. Fui a explicarle a unos alemanes cómo cuidarlos, con lectura de labios en inglés", dice.
"Después me fui a dar la vuelta al mundo. Anduve solo por toda Europa. Nunca perdí un tren, nunca perdí un avión", asegura. Fue en esos años cuando tuvo su primera gran crisis. "Decía: ¿Qué voy a hacer de mi vida?". Pensó que, además de dedicarse a los caballos, podía estudiar Agronomía. En ese sentido, Buenos Aires le ofreció algo que no esperaba: el anonimato. "Acá no era el sordo, porque nadie me conocía".
Se instaló con su hermano en un departamento de la zona de Recoleta. Aunque lo intentó, nunca logró conseguir trabajo. "Iba a un montón de entrevistas, pero no me tomaban de ningún lado", cuenta. Para comunicarse, usaba los locutorios: esos locales con servicio de cabinas telefónicas -cuyo auge se produjo a finales de los noventa y principios de los 2000- donde la gente pagaba para hacer llamadas. Como no podía hablar por teléfono, le pedía a los encargados que lo hicieran por él. "Eran mis lazarillos", dice.
De tanto frecuentar el locutorio que quedaba sobre avenida Pueyrredón, entre Pacheco de Melo y Peña, muy cerca de donde vivía, entabló un vínculo con el encargado del local. "En un momento empecé a salir con una chica que se llamaba Teresa y él la llamaba por mí, para avisarle que estaba yendo para su casa. Lo mismo con mis compañeros de la facultad. Si tenía que viajar hasta Bernal para hacer un trabajo práctico, le pedía que le avisara a alguno que estaba por ir a tomar el tren. Lo tenía alquilado al pibe: hablaba con mi novia, con mis amigos y con mi familia", explica. "Lamentablemente, no me acuerdo su nombre", agrega.
Aquel vínculo, mínimo y cotidiano, se diluyó después de un verano. "Viajé a Azul y cuando, cuando regresé, fui a saludarlo y no estaba. Años después, en 2002, nos reencontramos de casualidad en un partido de fútbol en Florida, Estados Unidos: "Lo primero que me preguntó fue: '¿Cómo anda Teresa?'. Una locura". Esa anécdota fue la que Juancho contó en la radio y se volvió viral. "Muchos querían saber qué había pasado con Teresa. Creo que se fue a vivir a otra provincia. No la vi más", dice.
Mientras tanto, Juancho seguía vinculado a los caballos. "Compraba, vendía, los entrenaba para el Polo. Muchas veces, mi abuela, que vivía en Buenos Aires, hacía de intermediaria y me terminaba negociando los animales por teléfono. 'Abuela, llamá a esta persona y ofrecele este monto', le pedía. Y yo me quedaba ahí al lado esperando: '¿Qué dice, qué dice?', le preguntaba".
Aprendió inglés mirando la serie Friends. "En un viaje a Estados Unidos me compré todas las temporadas en un Walmart. Las ponía con subtítulos y rebobinaba. Me costaba un montón. Por eso mi inglés era fonético al principio", dice.
El día que lo "encendieron"
Cuando Juancho empezó a escuchar sobre el implante coclear, pensó que era algo inalcanzable. "Valía veinte mil dólares. Yo no tenía esa plata, así que empecé a pensar cómo podía juntarla", recuerda. En 2008 -cuando cumplió 30 y llevaba la mitad de su vida sin escuchar- se operó del primer oído, el derecho.
Antes de tomar la decisión, además de consultar con los mejores especialistas, quiso hablar con personas que ya hubieran pasado por la experiencia. "Me habré reunido con diez. Hasta que, en una de esas juntadas, a uno le sonó el teléfono... y el tipo atendió".
Esa escena lo marcó. Justamente, su obsesión era volver a hablar por teléfono. Era la pregunta que les hacía a todos los médicos. Uno de ellos le respondió con una metáfora que todavía recuerda: "Vos estás en el Titanic, con el agua hasta acá -dice, señalándose el cuello-. Si te operás y más o menos anda, el agua te va a bajar hasta el pecho. Vas a poder respirar".
La cirugía no fue algo menor. "Te abren la cabeza, te rapan. Parecés Rambo. Después tenés que esperar un mes, porque tiene que cicatrizar. Pasado ese mes te 'encienden'. Al principio escuchaba como una radio que no sintonizaba bien", cuenta.
"Cuando egresé del secundario me fui a dar la vuelta al mundo. Anduve solo por toda Europa. Nunca perdí un tren, nunca perdí un avión, nunca nada", cuenta Juancho
"Tenía voracidad por escuchar"
Su recuperación sorprendió a todos por la velocidad. "Tenía voracidad por escuchar", dice. En la rehabilitación tuvo que desaprender la costumbre de leer los labios. "Uno instintivamente busca la boca. La rehabilitadora, Elisa Puntel, se cubría con un barbijo para obligarme a mirar los ojos. Otra cosa que hacía era arrancar de cero los sonidos. Me acuerdo de que Elisa abría la canilla, por ejemplo, y me preguntaba: '¿Qué te parece que es ese ruido?'. Ahí se dio cuenta de que yo tenía muy buena memoria auditiva."
Durante aquellas sesiones, Juancho insistía con hablar por teléfono. "Yo no podía pedir una pizza. Eso me mataba -cuenta, entre risas-. Era abril y Elisa me dijo: 'A fin de año, en noviembre, vas a poder'. Un día estaba con mi amigo Nando, sería el mes de julio, y le conté. Me dijo: 'Llámame y vemos qué pasa'. 'Los chicos, el fútbol. Que sí, que no, que repetía. Hasta que en un momento le dije: '¿Me estás diciendo que vamos a jugar al fútbol con los chicos?'. Dice Nando que lloró. 'Estás entendiendo todo', me decía".
Una vez rehabilitado, Juancho recuperó el tiempo perdido gracias a YouTube. "Vi todos los videos que no había podido ver, escuché todo lo que no había podido escuchar", dice. Nunca fue a un recital. "El único que recuerdo fue uno de Kevin Johansen, al aire libre en Azul. No sé si ahora tendría calidad de sonido. A veces estás con un amigo, alguien dice algo de lejos y no entendés qué dijo", explica.
Años más tarde, en un viaje al exterior, se le rompió el primer implante. "Me tuve que volver. Andaba con una libretita. Pasé tres meses sin escuchar. Fue terrible", dice. Así las cosas, en 2017, decidió colocarse el segundo implante.
"En todos esos años siempre tuve la certeza de que el mundo auditivo no iba a ser para mí. Pensaba que esto era una prueba que me había mandado 'El Barba' para forjar mi temple. Me imaginaba viejo y con el mundo en silencio. Por eso hoy, cuando pongo una meditación o escucho un pódcast manejando, me sigue pareciendo una locura", dice Juancho y se ríe.
Los caballos fueron su cable a tierra al principio y, después, su fuente de trabajo
La opinión de un especialista
El doctor Federico Di Lella, jefe del servicio de Otorrinolaringología del Hospital Italiano de Buenos Aires, explica que "la audición depende de unas 3.500 células por cada oído, que son muy pocas". Son las encargadas de convertir el fenómeno mecánico del sonido en un lenguaje que el cerebro pueda reconocer. Cuando esas células se alteran -por causas congénitas, enfermedades o envejecimiento-, la capacidad de entender los sonidos empieza a disminuir. "Una cosa es escuchar, que es percibir ruidos, música o habla, y otra es discriminar, es decir, entender el lenguaje a través de los sonidos", aclara.
En los primeros años de pérdida auditiva, lo habitual es que la persona oiga, pero no logre comprender lo que se le dice. "Escucha, pero le cuesta discriminar las palabras. Eso es lo que ocurre también en la vejez", indica el médico. En esos casos, el uso de audífonos puede marcar una diferencia significativa. "Un audífono no solo amplifica, también selecciona de los sonidos del ambiente aquellos que corresponden a la palabra. Es una pequeña computadora que capta, digitaliza, selecciona frecuencias, amplifica y las envía al oído. En muchos casos permite restablecer la posibilidad de entender las palabras", detalla.
Sobre los "pitidos" o acoples de los audífonos -como los que sufría Juancho-, Di Lella explica que "si el micrófono del auricular escucha lo que emite el parlante, se genera un feedback: lo que sale vuelve a entrar y eso produce el 'piiii'". Ese fenómeno tiene que ver con la cercanía entre el micrófono y el parlante, algo que se agrava cuando la pérdida auditiva es más profunda. "Cuanto más pérdida hay, más necesito amplificar, y más riesgo de feedback. Además de hacerle ruido al paciente, se lo hace a los demás", añade.
En los casos donde el audífono ya no alcanza, aparece el implante coclear. De cualquier forma, "no es magia", dice Di Lella. "El implante reemplaza eléctricamente las 3.500 células del oído y envía señales al nervio auditivo en un nuevo lenguaje que el cerebro del paciente debe volver a aprender", explica. Ese aprendizaje requiere tiempo, rehabilitación y calibraciones sucesivas. "Es lo mismo que la audición natural: el cerebro tiene que reaprender a escuchar y a reconocer las palabras del entorno", concluye.
Juan con su madre Ana, hoy
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