ENFOQUE
29 de mayo de 2019
Por Moira Goldenhörn (*)
En las sociedades afectas a conservar el orden que alguna vez se estableció todo cambio es difícil de aceptar. En la nuestra, si alguna expresión lingüística posee mayor carga emocional negativa que el uso de la "e" como genérico, pese a estar actualmente aceptado su uso por la RAE, es la palabra "aborto"; al punto que debió ser sustituida por la expresión más amena "interrupción voluntaria del embarazo".
Esta sustitución no sólo permitió que moralmente se aceptara el debate del proyecto de ley en cuestión en el Congreso de la Nación sino que también posibilitó dos cesáreas forzadas sobre los cuerpitos de dos niñas pobres y violadas para extraer los fetos en formación de sus pequeños úteros e intentar su sobrevida mediante "la interrupción legal de esos embarazos", para "salvar las dos vidas". ¿El resultado? No se salvó ninguna vida. Los fetos no sobrevivieron y las niñas violadas fueron calificadas como "madrazas" y abandonadas a su suerte por Estados e Iglesias, quedando a merced de un entorno hostil en su realidad social, económica y cultural adversa.
En este contexto es importante recordar que lo que queremos legalizar son abortos. Porque los abortos no son agradables de decidir, no son fáciles de practicar ni de dejar que los practiquen. Tan difícil es asumir que existen los abortos que no los podemos nombrar en el texto de la norma que dispone su práctica legalmente.
Porque a la hora de hablar de aborto, detrás de esa palabra terrible, lo que hay es un "alguien", es una mujer, niña o adolescente embarazada sin querer estarlo. Sin querer ser madre del producto de ese embarazo ni mucho menos "madraza". Las circunstancias pueden ser varias, y desde hace un siglo la ley penal exime de pena a las mujeres que, en determinadas circunstancias, toman la decisión de realizarse un aborto. No hay "un bebé asesinado", hay una mujer gestando sin haberlo elegido.
Sin embargo, pese a que la ley penal es tan clara, la moral social conservadora del patriarcado, exige que las mujeres, niñas y adolescentes sean madres a la fuerza, impidiendo el acceso a sus derechos fundamentales. Esa moral se manifiesta no sólo en grupos de fanáticos y fanáticas religiosas en horda en los hospitales para torturar a niñas violadas, sino en las denuncias ilegítimas e ilegales que pretenden criminalizar los abortos no punibles, en las decisiones y manifestaciones públicas de los gobernadores de provincias sobre los cuerpos de niñas violadas, y en las decisiones y acciones judiciales tendientes a dilatar procesos de por sí innecesarios para poner en riesgo la vida de la niña, adolescente o mujer gestante a quien debe practicársele el aborto médico.
Es tan paradójico el accionar de los y las fanáticas que, so pretexto de "salvar las dos vidas", ponen en riesgo y, en muchos casos desencadenan la muerte evitable, de niñas, adolescentes y mujeres gestantes.
Recordemos a Ana María Acevedo de Vera, Santa Fe, enferma de cáncer, quien dejó cinco niñes huérfanes por negársele el aborto necesario para poder realizar quimioterapia y rayos; a la niña Wichí de 13 años violada y fallecida en Chaco después de una cesárea de urgencia en 2018; a la niña de doce años Jujuy obligada a parir por cesárea al feto gestado por violación; y a la niña de once años violada en Tucumán, también obligada a ser intervenida por cesárea en lugar de habérsele practicado un aborto en las primeras semanas del embarazo. Y, tengamos presentes los casos de las niñas LMR y FAL, quienes pudieron recién acceder a justicia en sus casos la primera por intervención de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la segunda de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, estableciéndose sanciones para el Estado Argentino y el protocolo de Interrupción Legal del Embarazo actualmente vigente respectivamente, por negar el acceso a abortos no punibles.
Pareciera ser que aún persiste en la conformación ideológica de esa moral social patriarcal antiguos preceptos del derecho romano y velezano que disponían a la mujer como objeto de protección mediante propiedad y/o tutela, incapaces ante la ley, en lugar de ser consideradas "sujeto" de derechos, autónomas y plenamente capaces; porque así, algún hombre, quien fuere el hombre a cargo de ella, deberá autorizar una alteración en "las funciones naturales" de su cuerpo y "los mandatos sociales naturales" que son la gestación y maternidad. Sea el padre, el marido, el juez o aún el violador, quien podía redimirse de su acto casándose con la adolescente o mujer violada, debían dar su opinión sobre la pertinencia de la realización de ese aborto legal, aún cuando la ley no lo estableciera.
La garantía del acceso a justicia para niñas, adolescentes y mujeres en curso de embarazos no deseados es una deuda pendiente del Estado Argentino, y a la vez, un debate abierto en la sociedad. Seamos conscientes que no es un debate sobre "aborto sí, aborto no", sino que se discute el rol de las mujeres ante la ley.
¿Somos las mujeres merecedoras de ser consideradas esta vez sujetas de derechos para poder ejercerlos autónomamente o aún debemos refrendar nuestras acciones con la venia de un hombre "moralmente superior"?
(*) Abogada, docente-investigadora
Maestranda en Cs. Sociales y Humanidades
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