Opinión
11 de enero de 2021
Por Moira Goldenhörn (*)
Indudablemente, debía ser que tantas décadas de lucha argentina, resultaran en políticas públicas que consagren las premisas conquistadas en las calles como derechos de las mujeres, de las niñeces que parimos y criamos, y de las personas LGTBIQ+ que se incorporaron como primeras aliadas del movimiento feminista argentino allá por los tardíos '70 y tempranos '80.
Y ha sido el tiempo político, desde las PASO 2019, en que también se fue colando la necesidad de expresión política concreta con el florecimiento de agrupaciones y organizaciones sociales sectorizadas para el reclamo de diferentes derechos y la exigencia de compartir determinadas miradas en el campo de la medicina, de la psicología, o de la abogacía.
Luego de un año de gestión, con mucho diagnóstico centralizado en Buenos Aires, viene siendo tiempo de empezar a dar lugar, con voz y decisión, a los procesos que se gestan en cada territorio, asumiendo la diversidad como una constante en las relaciones humanas y que no está exclusivamente delimitada al ámbito sexual y de identidades personales o colectivas en relación al género.
Pienso que el desafío a encarar por el feminismo, ahora que es ley el aborto y que hay una enorme batalla a nivel social que dar para lograr cumplir con las tres consignas de la campaña verde, es el logro de la misma en los territorios, donde se está reclamando hace años pero no se logra una identificación con ella. E insistimos tanto con las tres consignas ya que no sólo es una cuestión sexual, reproductiva y de respeto a la identidad lo que atañe a la Educación Sexual Integral; sino que a través de ella venimos a cuestionar los estereotipos de género que dan lugar a la violencia social basada en ellos y dirigida a las mujeres principalmente, pero también a las niñeces, a las personas LGTBIQ+ y a aquello hombres cis heterosexuales que no cumplen con las expectativas sociales sobre ellos mismos, es decir, con los estereotipos de género masculino.
Estos estereotipos de género no son un problema de varones determinados, ni están limitados solamente a las relaciones sexo afectivas con mujeres. Ni siquiera se circunscriben al ámbito de la familia. No. Estos estereotipos de género masculino son los que han estado presentes en todo el arco de relaciones y de gestión de los espacios públicos, en todas las instituciones de la ciudadanía desde los albores de la civilización occidental cuando se dividió sexualmente el trabajo quedando las mujeres recluidas al ámbito doméstico y los hombres destinados al público.
Principalmente en la política, donde la politicidad machista se impone a través de un sistema de violencias sociales basadas en los estereotipos de género socialmente establecidos para los hombres y que algunes identifican con las contra-pedagogías de la crueldad: virilidad entendida como el respeto basado en un violento autoritarismo individual y el corporativismo social; demostrada mediante la verticalidad en el ejercicio del poder, el sometimiento de los subordinados, el uso de coacción para lograr el control de quienes podrían llegar a controlar o limitar el ejercicio desmedido del poder, buscar la cooptación de quienes podrían surgir como líderes, o su sanción e inhabilitación en caso de no poder cooptarse. Lógicas entre hombres que demuestran su virilidad en la medición constante de su poder de fuego y capacidad de daño.
Estas lógicas políticas tienen su correlato económico cuando, a la hora de obtener ganancias económicas, quien ostenta un lugar de poder ejerce las mismas para extraer la capacidad productiva tanto de las personas como de los recursos naturales. Es la lógica del extractivismo que no considera al otro como persona ni al recurso como parte de un sistema mayor que nos incluye, sino como súbdito y dominio bajo la absoluta potestad, fue consolidada en los códigos civiles del Siglo XIX de espíritu liberal.
Ante tal panorama, desde las orillas y las bases del gran movimiento feminista, irrumpe la praxis del tejido entre hermanas como alternativa horizontal a la politicidad machista que sólo busca mantener privilegios a través del disciplinamiento y la sumisión para posibilitar el extractivismo económico, epistemológico, cultural y natural. Tejido femenino y diverso, donde cada una se aporta como hilo a la inmensa trama de la vida para diversificarla y fortalecerla; y en la cual, además, se plantea la interdependencia y la necesidad recíproca: la trama no existe como un simple nudo vertical, la trama se expande en todas direcciones y un hilo que se pierde hace mella en todo el tejido.
Así, en la metáfora de los hilos que traman el tejido, aparece urdiendo la sororidad, el saberse hermanas practicando una ética personal de la transparencia y la confianza mutua, a sabiendas que transitamos todas el camino de la liberación del machismo y la supervivencia de sus violencias; y una moral social basada en el respeto a la vivencia de la hermana, la ayuda mutua y el consenso a través del diálogo extenso en la toma de decisiones que afectan al conjunto.
Es allí donde el federalismo como premisa política para la construcción nacional cobra relevancia, en esa diversidad de vivencias, de sentires, de saberes, de historias; ya que la vida propia y la construcción social está ligada al territorio que se habita y a las formas políticas que lo conforman como comunidad de la que precedemos antes de dar el salto sororo de la construcción colectiva femenina y feminista.
Cada territorio tiene diferentes vivencias de este autoritarismo y corporativismo machista; y los primeros pasos de organización política feminista están teñidos de estas prácticas. En el universo de la politicidad machista, conocemos todas a los pequeños grupos que, con lógica machista de conservación del poder, se repliegan sobre sí mismos expulsando lo nuevo, lo diferente, lo diverso. El problema se presenta cuando desde los feminismos replicamos esas lógicas y naturalizamos esas prácticas ejerciendo o tolerando la violencia. Es una grave afrenta a la libertad y a la integridad de las hermanas cuando, desde los núcleos concentrados de poder y centralizados en el territorio nacional, se ejercen diversas formas de disciplinamiento patriarcal mediante lo que denominamos un poco en chiste "el feministómetro" o "el sororómetro", donde justamente quien o quienes lo empuñan están exentas de pasar por su medida: al estilo de las monarquías absolutistas, "el" feminismo y la sororidad también pueden ser vara autorreferente desde la cual medir a la otra dentro de algunas estructuras que quedaron entrampadas en la politicidad machista como única forma de construcción colectiva.
Es entonces cuando "sororidad" y "federalismo" se vuelven los dos ejes necesarios donde anclar la construcción colectiva para la transformación social feminista. En lo personal y en lo colectivo, en la horizontalidad interpersonal y la extensión territorial surgida desde la proximidad de la confianza y la trayectoria compartida.
Atreverse a construir colectivamente implica también atreverse a construir con la disidencia, así como ser conscientes de que a veces se puede equivocar el camino, o simplemente no coincidir en la lectura de las cosas; y que, cuando ello ocurra, será menester que el tejido se vuelva red de contención en lugar de horca de castigo personal y cancelación pública.
Proponer la pedagogía del cuidado mutuo como lógica política y económica, por sobre las contra-pedagogías de la crueldad, nos abre las puertas para la transformación de este mundo; buscando el bien mutuo antes que el provecho propio del dinero ajeno, considerando al otre no como territorio del cual extraer beneficios particulares para disfrute privilegiado, sino de cuidado consciente: territorio para habitar en el respeto y desde la escucha, para nutrir y ser nutridas mutua y colectivamente. Pero para ello, hay que atreverse a confiar en la hermana y la colectiva y, a su vez, ser confiable y construir una estructura que también lo sea. Así ¿quienes se animan?
(*) Abogada-Escribana feminista
Docente-Investigadora
PG en Cultura y comunicación
Maestranda en Cs.Sociales y Humanidades
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