TODO CUANTO FUI SE ME ATÓ A LOS PIES

TODO CUANTO FUI SE ME ATÓ A LOS PIES

"Memorias sinvergüenzas": (an)archivo disidente de la ciudad de Azul.

APOCA, la agrupación que organizó la primera marcha del orgullo en la historia de Azul (realizada en enero de este año), está publicando en El Tiempo una serie de textos en relación con el mes del orgullo, celebrado durante junio por distintas organizaciones del colectivo LGBTTTIQPNB+ a nivel global. APOCA dice ofrecer: "testimonios históricos, contemporáneos, e incluso futuros, hechos por las personas que formamos el colectivo". En esta cuarta entrega, escribe Francisco Bariffi, de 22 años, colaborador regular de El tiempo.

11 de julio de 2021

Por Francisco Bariffi

Tuvo que frenar cada tres escalones para ver si alguien lo espiaba desde la base de la escalera. Aunque no estaba autorizado para entrar allá arriba, le habían dicho que podía jugar hasta la hora del almuerzo. Así que, después de haber deambulado un rato por el jardín, F. reunió la valentía suficiente y se acercó al primer escalón. Subió, como decía, de a tres escaloncitos, siguiendo el ritmo congelado que el espiral de cedro seguía hasta llegar a la habitación prohibida. Años después, durante este último verano, volví a entrar a esa habitación y, entre las cosas que captaban la curiosidad de F., encontré el par de botas de muñeca con las que él jugó ese día. Me senté en el piso y, con las botitas en la mano, miré, igual que el niño, por la ventana que da al norte.

17 años antes, por esa ventana, se veía una mesa sobre el pasto, los sillones de hierro, y cómo los mayores estiraban sus manos para servirse vino o para untar paté en pedazos de pan. F. los miraba desde atrás de las cortinas, saboreando el triunfo de haber llegado hasta el último escalón. Norma, su madre, era la única sentada, pero su cansancio no era por el vino. Era por las gotas de Alprazolam que había disuelto en agua, o por haberse despertado temprano para poner hortensias y lirios en floreros, cocinar el postre y teñirse el pelo. Firme en su costosa coherencia, cada vez que esa mujer se encontraba una cana, se pintaba la cabeza de negro. Al lado de Norma, se paraba su hermana, enrubiada por el sol y con una bikini húmeda abajo de la remera, mientras el hombre con quien había venido de visita le escurría las puntas del pelo.

Este hombre era un médico del pueblo. Hablaba con una voz frágil, como la del maestro de arte por el que la catequista de la escuela había pedido a F. y sus compañeros que rezaran durante la oración de la mañana. Llevaba anillo a pesar de ser soltero, y tenía un olor empalagoso, como si en cada axila llevase puesto un florero de los que había en la mesa. Al final del almuerzo, cuando el hombre su hubiese ido, el padre de F. haría reír a los demás imitando esa voz finita. El resto de las personas en el almuerzo eran la gente de siempre: amigos de los padres de F., sus tíos, y Florencio, el peón del campo al que le había tocado encargarse del asado.

F. se distanció de la ventana y, dando una vuelta de 180 grados, se paró frente a una puerta que mira al sur. Era la puerta de la habitación que tenía prohibida. Para llegar a la tecla de luz había que trepar por los estantes de la biblioteca. Para no desesperarse, mientras la buscaba, F. hizo lo que hacía cuando no podía dormir. Dejó que en la oscuridad se pintase lo que su mente deseara. Esa vez, brotaron el color de las hortensias y de los lirios en la mesa, pero también los tonos de azul de la noche anterior, en la que habían dejado el pueblo y atravesado el campo hasta llegar a la estancia. En lo negro, entonces, aparecieron flores gigantes ocupando un cielo nocturno. A los segundos, su dedo sintió la tecla y las flores se desvanecieron con la luz. Pero los ojos de F. se volvieron locos:

Había autos en miniatura, muñecas, frascos con flores secas, bichos en vitrinas, mariposas detrás de cristales en paredes acareadas por la humedad, y libros sobre estantes con cuidadosas etiquetas, frente a muebles desechados, no por desechables, pero sí por incómodos o por inútiles, como un sillón apolillado, un tocador con el espejo roto, una bicicleta vieja, de plomo, demasiado pesada para que un niño la manejase. Sobre estas cosas, y tantas otras (igual de inútiles pero impregnadas en pasado), se pretendía un orden riguroso. Ese orden reinaba incluso sobre las cosas vivientes (había veneno para ratas, y ramos de lavandas muertas para ahuyentar polillas). Pero ese orden siempre se escurría.

La tía de F., y algunos empleados de la estancia, guardaban cosas sin cuidado, en una pila de objetos que se acumulaba sobre un rincón de la habitación. Norma, en cambio, quería que cada cosa estuviera en su lugar. Mantenía un índice con los títulos de todos los libros, y un documento con algunos objetos clasificados según año, material, persona de la familia a la que habían pertenecido y anotaciones que aclaraban los usos correctos de cada objeto. Había una caja con lapiceras Parker, por ejemplo, acompañada de una nota en la que se especificaba que, por su calidad, solo debían utilizarse esas lapiceras por adultos y para fines laborales. F. y sus primas nunca podían escribir o dibujar con ellas. Pero él no quería entrar a la habitación de allá arriba por ese tipo de cosas.

En el tocador que estaba contra un extremo de la habitación, sobre una especie de mantel de puntillas en el que F. enredó sus dedos, había guantes de terciopelo, sombreros, frascos de perfume, rociadores de vidrio vacíos, peines y alhajeros como los que F. recordaba haber visto en las películas que miraba su abuela. A la derecha había un maniquí con un vestido de satén dorado (una de las tantas prendas que las mujeres de la familia conservaban de sus antepasadas). En frente de los ojos de F., además, estaba su propia cara dividida al medio por el espejo roto. Pero era a la izquierda adonde estaba lo más interesante: las muñecas, de distintos tamaños y de distintas épocas. Algunas eran bebés y otras eran mujeres chiquitas con tetas sin tetillas. Había vestidos blancos de novias muertas, vestidos rosas de madres quietas, y vestidos de símil lamé color oro de pequeñas estrellas de Hollywood. Para cada muñeca, la mente de F. podía ver una historia. Cada cuerpecito podría interpretar un personaje distinto que los dedos articularían con placer. Una podría casarse sobre el tocador, otra podría suicidarse trágicamente tirándose de la biblioteca, y otra podría salvar el mundo de su doble malvado (cualquier otra muñeca igual de rubia). Y para cualquiera de esas historias había una casa, dos autos, carteritas y zapatos: stilettos negros, botas doradas de vaquera, zapatos rojos de empresaria, chatitas celestes de enfermera.

Era todo lo que F. recordaba del día en que había entrado al lugar en silencio, sin desapegarse de la pierna derecha de su madre, cuando ella, la tía de F. y su amigo tomaban mate y paseaban por la habitación. Mientras hablaban sobre las antigüedades y cosas en desuso que se almacenaban allá arriba, se escuchó un grito: "¡Me morí!", dijo el hombre, "a mi vieja le habría encantado ese desabillé". Norma sonrió con desprecio (porque técnicamente la prenda que él señalaba no era un desabillé), y, unos centímetros más cerca del piso, F. clavó los ojos en el color de la prenda. Era intenso, sobre todo en comparación con el pantalón marrón y el sweater azul que le habían puesto. Despegando sus ojos de la prende, fingió desinterés. Norma no estaba dispuesta a abdicar los ideales que había concebido para el destino de su hijo, y él había aprendido a mirar al cielo y pedir perdón por su atracción a ese tipo de cosas. A pesar de esto, F. había mirado lo suficiente para ver en qué cajón de la cocina guardaban la llave de la habitación. Ahora que estaba solo, y que podía olvidarse de su costumbre de obedecer como un santo, agarró el par de botitas doradas de la Barbie vaquera, trepó hasta alcanzar la tecla de la luz, y se fue de la habitación antes de que alguien se diera cuenta.

A falta de una muñeca (no se había animado a semejante atrevimiento), los dedos de F. sirvieron de piernitas. Metió el dedo índice en una bota, el dedo medio en la otra, y las hizo correr por el piso, casi al ritmo al que se había movido el amigo de su tía mientras deslizaba sus manos suaves y de uñas perfectas sobre el satén, los brocados corroídos, los manteles de broderie y las cortinas de gaza agujereadas. Antes de bajar, F. se asomó por la escalera, olfateando con desconfianza. Tenía miedo de que alguien lo viera, pero desde el tercer escalón bajó corriendo. Salió al jardín y corrió más fuerte como si, en vez de ser plásticas y diminutas, las botitas estuviesen en sus pies y no entre sus dedos. Esquivó pinos, arrayanes y castaños, dando giros, esquivando ramas y pegando saltos como una vaquera, o como una vaca salvaje en el desierto. Corría tan rápido que los perros del campo empezaron a correr con él. Mientras avanzaba, imaginaba el monte por el que empezaba a perderse, deviniendo imperceptible entre los perros y los árboles, sin que nadie más que yo fuese testigo, a medida que recuerdo, como si lo espiase desde un costado, entre las ramas, pero sin la más mínima intención de revelar los secretos que entre los dos compartimos.

Gracias a los rosarios, los padrenuestros y los retos de Norma, F. estaba acostumbrado a confesar sus faltas. Pero cuando llegó la hora del almuerzo, y una voz plomiza preguntó desde lo alto en dónde había estado jugando, qué tenía en el bolsillo y qué había hecho, el chico dijo: "Nada. Me acosté a mirar el cielo". Agarró su plato, se levantó, y le pidió al asador un pedazo de pan caliente para él y una costillita tierna para uno de los perros que no se animaba a acercarse al asador. En el verano lo habían quemado y ahora se sorprendían de su miedo al fuego.

Durante el viaje de vuelta a Azul, por un camino de tierra a través de la noche, el padre de F. seguiría imitando la voz del amigo de su cuñada, moviendo los brazos sin poder igualar la delicadeza del hombre, y repitiendo lo que ya le había dicho otras veces a Norma: que no quería gente así cerca del pibe. Pasaría una semana hasta que descubrieran el robo y la mentira de F. Y entonces sí. La piel se le pondría roja, su voz disminuiría hasta ser un murmullo subterráneo, los mayores lo carnearían como a un cordero con sus miradas cortantes, y el castigo, ni por primera ni por última vez, trataría de poner cada cosa en su lugar. F. tuvo prohibidas las cosas dulces y los dibujitos animados por dos semanas. Durante las noches siguientes, hasta quedarse dormido, siguió mirando cómo se pintaban historias y figuras en la oscuridad de la habitación. Pero lo hizo con cuidado, como si existiese el peligro de que alguien entrase de repente a ese espacio que en realidad era sólo suyo.

17 años más tarde, el hombre de aquel día pasó caminando delante mío entre las otras personas que el 9 de enero marchamos por Azul, alzando carteles y cantando mientras los perros de la calle nos acompañaban. Estaba casi igual, sin arrugas, con una sonrisa delineada en rojo y una camisa color lila, suave como las telas de la habitación de allá arriba pero nueva, limpia, sin agujeros. Aprovechando que estaban lo suficientemente largas, después de años de cutículas desgarradas, y de tajitos nerviosos en la carne de alrededor, yo había pintado mis uñas de dorado. No me reconoció cuando nos cruzamos y las piropeó. "Regias", me dijo, sosteniéndome la mano. Y siguió andando, en manada, entre los perros y la gente.


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